La
Premier League de la presente
temporada se prevé que sea disputada entre el Chelsea de Mourinho y el City de
Pellegrini
Antonio Blanca
Los
equipos de fútbol son más que cifras y letras. También son emociones. Sobre
todo son emociones.
Con
las letras pretendemos describir las buenaventuras del colectivo o sus
malentendidos con la fortuna, pero a menudo erramos en la narración de los
hechos, sea por falta de información o por falta de conocimiento. Cuando no
sabemos explicar con letras lo que hace un equipo recurrimos a las cifras, en
busca de la solución al enigma.
José
Mourinho ha superado los 400 puntos en partidos de liga inglesa. 401
exactamente. Los ha conseguido siempre con el Chelsea. Ha tardado 174 partidos
en lograrlos, bastantes menos de los que tardó Sir Alex Ferguson en conseguirlo
con el United (191 partidos), Arséne Wenger con el Arsenal (208) o Rafa Benítez
con el Liverpool (209). En esos 174 partidos dirigidos por Mourinho ha habido
122 victorias, lo que significa el 70 % del total.
Pero
las cifras no pueden abarcar la magnitud del trabajo realizado por el
entrenador portugués en el club londinense. Su primera etapa,
indiscutiblemente, estuvo marcada por dos ejes: el viaje en busca de la
competitividad extrema, a lomos de la inagotable cartera de Abramovich, y la
consolidación de una columna vertebral (Cech-Terry-Lampard-Drogba) que parecía
eterna e infalible. Su segunda etapa es bastante más rica en matices, del mismo
modo que el juego del Chelsea hoy es bastante más variado que el de hace unos
años. Continúa siendo un equipo sólido en organización defensiva, con Courtois
de heredero sobresaliente en la portería, Cahill replicando a Terry e Ivanovic
y todos ellos cerrando bajo siete llaves el área pequeña. Sin embargo, este
segundo
Chelsea
de Mourinho ya es bastante más que el primero.
Ya
no es balón de Cech al pecho de Drogba, descarga para Lampard y oportunidad de
gol. Cinco segundos en total. Ahora también puede serlo, esporádicamente y si
el partido lo precisa. Pero ha aprendido a circular con paciencia, a partir de
la posición irrefutable de Matic y de la electricidad que desprende Fàbregas,
nuevamente reconocible desde que pisara Londres. El equipo de Mourinho
despliega un buen ataque posicional, sabe aplicar en cada momento el ritmo
necesario, ora paciente, ora frenético, y ha alcanzado ese momentum que
caracteriza a los grandes equipos: no solo es capaz de usar todo tipo de
ropajes, sino que los individuos lucen más desde el sentido colectivo que desde
el individual. Es uno de los misterios del fútbol: los grandes equipos, cuando
alcanzan su momentum, no suman sino que multiplican.
Las
emociones son esenciales en ese punto. Cuando digo emociones no me refiero a
frases de autoayuda. Me refiero a la fortaleza de las convicciones del
entrenador, combinadas con su capacidad para adaptarse a la realidad de los
futbolistas que administra y a la competición que afronta; me refiero a su
habilidad para transmitir con claridad pedagógica esas ideas a los jugadores:
esas ideas o todas aquellas que vaya introduciendo, incluso las que contradigan
su ideario original pero que resulten beneficiosas para el conjunto; me refiero
a la voluntad de los futbolistas por aprender matices nuevos o diferentes, por
expandirse y progresar como jugadores y no solo conformarse con el estatus (y
el contrato) adquirido previamente; me refiero al ansia colectiva por competir
siempre, por más liviano que sea el rival o gris que resulte el partido y las
circunstancias. Todas ellas, y muchas más, son las emociones que agitan un
vestuario y lo propulsan al éxito o al fracaso, más allá de cifras y letras.
Mourinho está en ese punto dulce.