jueves, 24 de diciembre de 2015

CIEN DÍAS

Apremian con fuerza los rumores en estas fechas navideñas de cambios de banquillo en importantes clubes del fútbol continental, destacando el nombre de Jose Mourinho como candidato a alguno de ellos por encima del resto

Antonio Blanca

Hoza la jauría porque han echado a Mourinho del Chelsea. Nada nuevo bajo el sol. Cuando estuvo en Madrid, la manada de lobos aulló con fuerza siempre con el viento a favor, nunca en solitario, en grupo y los últimos meses, los treinta primeros anduvo guarecida en su cueva. Si el “ogro” estaba herido, era el momento de a la par, reventarlo. Similar situación se da con Napoleón Bonaparte, solo tras el desastre de Rusia, pudieron con el invulnerable general. La horda liliputiense sólo se atreve con el gigante cuando éste se bate en retirada, y al Corso lo acorralaron en Leipzig. De allí, a Elba, igual que Mourinho, quien emboca ya el primero de los retiros mientras Europa, la Europa de los mediocres, respira de alivio: ¡hincó la rodilla, al final!

Pero Jose volverá. Es probable que su grandeza lustral no vuelva nunca. Pero le quedan “Cien Días”. La última campaña. Traducido al lenguaje futbolístico: un par de temporadas escribiendo la alta literatura del fútbol universal. Pero volverá. Mourinho puso en jaque un orden establecido por ignorantes, tirititeros, sicofantes y abrazafarolas. Lo hizo con sólo dos armas: el talento y el mérito (también el trabajo, la constancia, la disciplina, el sacrificio, valores desconocidos por una sociedad del todo fácil, rápido y en la mano), revestido con la armadura del enfant terrible que, no exento de la vanidad intrínseca al genio, camina desbrozando la jungla con el machete de una misión providencial.

Con Napoleón sólo pudieron sus megalomanías, su pérdida progresiva de contacto con la realidad, y la elección nefasta de los que compusieron sus últimos Estados Mayores. La analogía con Mourinho es notable: bajo los ropajes de la dramaturgia, en el rincón oscuro a donde no llega ni el ruido ni el caos, ni la furia, en el Corso latía el mismo impulso salvaje que late en The Special One: la irresistible persecución de la eternidad.

Pudieron con él los jugadores, en Madrid. Divas ensoberbecidas por un ego cuya fragua común no alcanzaba siquiera a igualar el del propio genio de Setúbal. Pudo con él, en Madrid, el agujero negro intergaláctico en que se ha convertido el club más prestigioso del fútbol mundial. Pudieron con él la profunda negligencia de unos jugadores saciados de una gloria artificial; la guerra sucia del Grupo PRISA y de los jerarcas del periodismo deportivo español (a los que Mou largó del vestuario), y pudo con él, por encima de todo, la incomprensión de un país que no estaba preparado para la venida de un rockstar como él.

Han podido con él en el club de su corazón. El diagnóstico es parecido. Una plantilla engreída tras una buena campaña. Una política de fichajes lo suficientemente perfectible como para desacreditarle como mánager general. Un cada vez más acentuado paroxismo persecutorio. Todos sus enemigos, los de dentro del campo, y los de fuera, se saben ya sus trucos. El repertorio del genio está agotado, como lo estaba el de Napoleón en 1813. El sorpasso estratégico resulta imposible cuando han estudiado hasta cómo te atas los cordones. Lo que consiguió Mourinho no lo logró nadie en el planeta fútbol, poner patas arriba todo un país, enfrentarse a los poderes fácticos que manejan el entorno de las grandes ligas mediterráneas, y salir no sólo indemne, sino victorioso. Lo hizo en Italia. Lo hizo en España. Pero era demasiado. Se le han acabado los trucos. El entorno del  Madrid pudo con él. Ha terminado estrellándose contra su propio muro.

Pero volverá. Camino de Elba (del Bernabéu), Napoleón llevó consigo una última guardia, veteranos de todas las campañas, que harían imposible cualquier invasión de la diminuta isla italiana, ante un posible ataque contra el Emperador. Mourinho no se lleva nada, sino el escarnio, el descrédito, la risa desagradable de la plebe enfervorizada con el olor de su sangre de la del genio. Su propia forma de trabajar, de sentir, de exudar fútbol, termina con las reservas emocionales de todos los estamentos de los clubes donde trabaja. Mourinho vive en guerra, puesto que ha entendido una verdad universal: la guerra es el estado natural de los que como él, quieren traspasar todas las fronteras, y situar a los demás frente a un espejo tan grande y nítido que les devuelva el reflejo de su propia mediocridad.

Exige una lealtad que supera los límites del hombre normal, siempre expuesto a la podredumbre, siempre tentado por la traición, por la felonía de la comodidad. Por el siseo de las serpientes, por los editoriales del AS, por el verbo hueco de Valdano, por la falsa franqueza de muchos micrófonos. Mourinho es el apóstol que carga contra los viles, los felones, los traidores, los contemporizadores, los relativistas.

Le quedan “Cien Días”. Un regreso que haga creer a los incrédulos, ver a los ciegos y andar a los tullidos. Y un Waterloo. Será un final apoteósico, digno de un personaje fascinante, extremo, un torbellino cultural que detuvo por un lustro la deriva apocalíptica del Madrid en el siglo XXI (hoy se olvida como cogió Jose Mourinho al Real Madrid, como estaba su máximo rival, y el trabajo que realizó para revertir la situación); será un holocausto, pero será hermoso. Volverá, y los amantes del orden regresarán a las noches de insomnio y a las pesadillas. Los genios como Mourinho están destinados a perder porque el hombre común no quiere vivir en la guerra perpetua, no quiere la beligerancia, se conforma con leer el periódico sentado en el sofá, viendo Los noticiarios después de comer. El hombre normal aborrece la verdad que le revela Mourinho, porque entenderla supone abandonar el status quo en el que ha vivido siempre.

Tendrán que encerrarlo en la Santa Helena del olvido. Y a nosotros los mourinhistas, con él.