Apremian
con fuerza los rumores en estas fechas navideñas de cambios de banquillo en
importantes clubes del fútbol continental, destacando el nombre de Jose
Mourinho como candidato a alguno de ellos por encima del resto
Antonio Blanca
Hoza
la jauría porque han echado a Mourinho del Chelsea. Nada nuevo bajo el sol.
Cuando estuvo en Madrid, la manada de lobos aulló con fuerza siempre con el
viento a favor, nunca en solitario, en grupo y los últimos meses, los treinta
primeros anduvo guarecida en su cueva. Si el “ogro” estaba herido, era el
momento de a la par, reventarlo. Similar situación se da con Napoleón
Bonaparte, solo tras el desastre de Rusia, pudieron con el invulnerable general.
La horda liliputiense sólo se atreve con el gigante cuando éste se bate en
retirada, y al Corso lo acorralaron en Leipzig. De allí, a Elba, igual que
Mourinho, quien emboca ya el primero de los retiros mientras Europa, la Europa
de los mediocres, respira de alivio: ¡hincó la rodilla, al final!
Pero
Jose volverá. Es probable que su grandeza lustral no vuelva nunca. Pero le
quedan “Cien Días”. La última campaña. Traducido al lenguaje futbolístico: un
par de temporadas escribiendo la alta literatura del fútbol universal. Pero
volverá. Mourinho puso en jaque un orden establecido por ignorantes,
tirititeros, sicofantes y abrazafarolas. Lo hizo con sólo dos armas: el talento
y el mérito (también el trabajo, la constancia, la disciplina, el sacrificio,
valores desconocidos por una sociedad del todo fácil, rápido y en la mano),
revestido con la armadura del enfant
terrible que, no exento de la vanidad intrínseca al genio, camina
desbrozando la jungla con el machete de una misión providencial.
Con
Napoleón sólo pudieron sus megalomanías, su pérdida progresiva de contacto con
la realidad, y la elección nefasta de los que compusieron sus últimos Estados
Mayores. La analogía con Mourinho es notable: bajo los ropajes de la
dramaturgia, en el rincón oscuro a donde no llega ni el ruido ni el caos, ni la
furia, en el Corso latía el mismo impulso salvaje que late en The Special One: la irresistible
persecución de la eternidad.
Pudieron
con él los jugadores, en Madrid. Divas ensoberbecidas por un ego cuya fragua
común no alcanzaba siquiera a igualar el del propio genio de Setúbal. Pudo con
él, en Madrid, el agujero negro intergaláctico en que se ha convertido el club
más prestigioso del fútbol mundial. Pudieron con él la profunda negligencia de
unos jugadores saciados de una gloria artificial; la guerra sucia del Grupo
PRISA y de los jerarcas del periodismo deportivo español (a los que Mou largó
del vestuario), y pudo con él, por encima de todo, la incomprensión de un país
que no estaba preparado para la venida de un rockstar como él.
Han
podido con él en el club de su corazón. El diagnóstico es parecido. Una
plantilla engreída tras una buena campaña. Una política de fichajes lo suficientemente
perfectible como para desacreditarle como mánager general. Un cada vez más
acentuado paroxismo persecutorio. Todos sus enemigos, los de dentro del campo,
y los de fuera, se saben ya sus trucos. El repertorio del genio está agotado,
como lo estaba el de Napoleón en 1813. El sorpasso
estratégico resulta imposible cuando han estudiado hasta cómo te atas los
cordones. Lo que consiguió Mourinho no lo logró nadie en el planeta fútbol,
poner patas arriba todo un país, enfrentarse a los poderes fácticos que manejan
el entorno de las grandes ligas mediterráneas, y salir no sólo indemne, sino
victorioso. Lo hizo en Italia. Lo hizo en España. Pero era demasiado. Se le han
acabado los trucos. El entorno del Madrid pudo con él. Ha terminado estrellándose
contra su propio muro.
Pero
volverá. Camino de Elba (del Bernabéu), Napoleón llevó consigo una última
guardia, veteranos de todas las campañas, que harían imposible cualquier
invasión de la diminuta isla italiana, ante un posible ataque contra el
Emperador. Mourinho no se lleva nada, sino el escarnio, el descrédito, la risa
desagradable de la plebe enfervorizada con el olor de su sangre de la del
genio. Su propia forma de trabajar, de sentir, de exudar fútbol, termina con
las reservas emocionales de todos los estamentos de los clubes donde trabaja.
Mourinho vive en guerra, puesto que ha entendido una verdad universal: la
guerra es el estado natural de los que como él, quieren traspasar todas las
fronteras, y situar a los demás frente a un espejo tan grande y nítido que les
devuelva el reflejo de su propia mediocridad.
Exige
una lealtad que supera los límites del hombre normal, siempre expuesto a la
podredumbre, siempre tentado por la traición, por la felonía de la comodidad.
Por el siseo de las serpientes, por los editoriales del AS, por el verbo hueco
de Valdano, por la falsa franqueza de muchos micrófonos. Mourinho es el apóstol
que carga contra los viles, los felones, los traidores, los contemporizadores, los
relativistas.
Le
quedan “Cien Días”. Un regreso que haga creer a los incrédulos, ver a los
ciegos y andar a los tullidos. Y un Waterloo. Será un final apoteósico, digno
de un personaje fascinante, extremo, un torbellino cultural que detuvo por un
lustro la deriva apocalíptica del Madrid en el siglo XXI (hoy se olvida como
cogió Jose Mourinho al Real Madrid, como estaba su máximo rival, y el trabajo
que realizó para revertir la situación); será un holocausto, pero será hermoso.
Volverá, y los amantes del orden regresarán a las noches de insomnio y a las
pesadillas. Los genios como Mourinho están destinados a perder porque el hombre
común no quiere vivir en la guerra perpetua, no quiere la beligerancia, se
conforma con leer el periódico sentado en el sofá, viendo Los noticiarios
después de comer. El hombre normal aborrece la verdad que le revela Mourinho,
porque entenderla supone abandonar el status quo en el que ha vivido siempre.
Tendrán
que encerrarlo en la Santa Helena del olvido. Y a nosotros los mourinhistas,
con él.