lunes, 16 de noviembre de 2015

EL SIETE DE SIEMPRE

En la noche de ayer, con 38 años a sus espaldas y 21 de profesional, Raúl González Blanco, el “Gran Capitán” se marchó del fútbol venciendo la liga de Estados Unidos

Antonio Blanca

1.015 partidos oficiales después y 7.687 días como profesional, don Raúl González Blanco escribió el epílogo de su carrera y prendió el prólogo de una leyenda forjada sobre un balón, gol a gol, carrera a carrera, gota a gota de sudor, de coraje, de valores y de liderazgo. Se va uno de los jugadores más grandes de la historia, pero deja para la eternidad un espejo en el que deben mirarse todos los chicos que sueñan con ser futbolistas. El 15 de noviembre de 2015 se acabó el jugador, nació el mito.

No fue el estadio más glamuroso o el más asolerado, ni el césped más verde, pero a Raúl, curtido en campos de tierra y sobre el duro cemento de un patio de colegio, nunca le importó remangarse y bajar al fango. Siempre le gustó el fútbol de la calle, habría sido el rey del potrero si hubiera nacido en el barrio de la Boca, pero en la Colonia Marconi la vida tampoco era de color de rosa. Nunca cambió el balón por los focos, ni quiso ser otra cosa que futbolista. Nada más y nada menos.

Soportó el peso de la púrpura y tiró del carro a golpe de riñón. En la pobreza y en la riqueza. En la salud y en la enfermedad. En las buenas y en las malas. Nunca fue ni el más rápido, ni el más habilidoso, ni el más técnico, ni el más fuerte ni el más goleador. Pero sí el más pícaro, el más listo, el más callejero. No era el mejor en nada pero a la vez era el mejor en todo.

Aún con el eco del Star and Spangled banner, el ‘7’ de siempre supo que se jugaba una final y no un homenaje, al recibir una fuerte patada de espaldas. Cual resorte se levantó y se encaró con el colegiado, cabeza con cabeza, igual que hizo con el viejo central de la ‘Juve’, Vierchowod, cuando era un pipiolo de 18 años en su primer año en la Champions.

Tres minutos después, acaso para homenajear a su compañero, Cellerino adelantó al Cosmos con un gol made in Raúl. Controló un melón con el pecho, se coló entre los dos centrales, por donde no había sitio, y consiguió disparar cayéndose al suelo, trompicado, con el portero canadiense a media salida. La pelota se alojó botando, celosa de que  no fuera el siete más siete de todos los sietes, el que la alojara en la red.

Se movía Raúl con la libertad de quien conoce todos los atajos del área, pero con el sigilo del depredador, agazapado en el contraluz de un callejón cualquiera, como un carterista del gol. Un regatito por allí, una asistencia por acá, gustándose como su amigo Enrique Ponce a la verónica. Jugaba de delantero, de mediapunta, de centrocampista al lado de Senna, otro ilustre veterano que colgaba las botas anoche. Y si había que bajar a defender, se bajaba. Era Raúl en estado puro.

Ni el estadio, ni el partido, ni el césped, ni el rival eran dignos de los benditos pies de Raúl, pero el 7 jugaba con las mismas ganas y concentración que si fuera el 20 de mayo de 1998 y estuviera en el Ámsterdam Arena. Fue el día que levantó su primera Copa de Europa, La Séptima del Real Madrid. Cualquier pelota que caía por donde él merodeaba, acababa imantada hacia sus pies, como toda la vida.

Era el último partido de Raúl y lo jugó de blanco, un color que le sentó como a una novia camino del altar, un color que defendió y honró como pocos, porque en sus tiempos del Madrid, su camiseta siempre empezaba inmaculada y acababa más sudada que ninguna. Se iba el ‘7’ al descanso con la sensación del deber cumplido, el equipo siempre por encima de todas las cosas, pero con las ganas de arrancarle al fútbol un último gol.

El que falló su compañero Cellerino nada más empezar la segunda mitad, en boca de gol y a puerta vacía, después de una apreciable jugada colectiva del Cosmos. Y el que anuló el árbitro a Roversio después de que Raúl interrumpiera lo justo la salida del portero. Al Cosmos se le ponía de cara el partido después de que Trafford se bailara un zapateado encima de un rival como si fuera Joaquín Cortés. El Ottawa se quedaba con diez.

Se confiaron los neoyorkinos y encajaron un gol dos minutos después, que marcó Heinemann con mucho arte y poca ortodoxia. Como el partido era un circo infame de golpes y pelotazos, apenas tardó un suspiro el Cosmos en volverse a adelantar, después de una jugada por banda que remató Cellerino en plan ” a mí la legión, que los arrollo”.

Raúl y Senna eran los quarterbacks que ponían la pausa a un fútbol atolondrado y de choque. El último partido de Raúl pasaba con el vértigo de su carrera. Y a la carrera dio el ‘7’ su última asistencia. Lo hizo con el exterior cuando vio la carrera del tanque Cellerino, que sellaba su hat trick y un título más, el último, para la laureada carrera de uno de los jugadores más competitivos que jamás haya pisado un campo de fútbol.
Buscó el gol hasta el final para que la pelota besara la red una última vez, aunque no le hacía falta.

Acabó el partido con el último pase. Fue de Marcos Senna para Raúl, justo antes de que el árbitro emitiera el pitido final del encuentro, la última vez que se enfundará el ‘7’. Luego vino el manteo de sus compañeros, igual que en su despedida en el Bernabéu con el Al-Saad, en aquel partido en el que hasta los cimientos del estadio se removieron.