En
la noche de ayer, con 38 años a sus espaldas y 21 de profesional, Raúl González
Blanco, el “Gran Capitán” se marchó del fútbol venciendo la liga de Estados
Unidos
Antonio Blanca
1.015
partidos oficiales después y 7.687 días como profesional, don Raúl González
Blanco escribió el epílogo de su carrera y prendió el prólogo de una leyenda
forjada sobre un balón, gol a gol, carrera a carrera, gota a gota de sudor, de
coraje, de valores y de liderazgo. Se va uno de los jugadores más grandes de la
historia, pero deja para la eternidad un espejo en el que deben mirarse todos
los chicos que sueñan con ser futbolistas. El 15 de noviembre de 2015 se acabó
el jugador, nació el mito.
No
fue el estadio más glamuroso o el más asolerado, ni el césped más verde, pero a
Raúl, curtido en campos de tierra y sobre el duro cemento de un patio de
colegio, nunca le importó remangarse y bajar al fango. Siempre le gustó el
fútbol de la calle, habría sido el rey del potrero si hubiera nacido en el
barrio de la Boca, pero en la Colonia Marconi la vida tampoco era de color de
rosa. Nunca cambió el balón por los focos, ni quiso ser otra cosa que
futbolista. Nada más y nada menos.
Soportó
el peso de la púrpura y tiró del carro a golpe de riñón. En la pobreza y en la
riqueza. En la salud y en la enfermedad. En las buenas y en las malas. Nunca
fue ni el más rápido, ni el más habilidoso, ni el más técnico, ni el más fuerte
ni el más goleador. Pero sí el más pícaro, el más listo, el más callejero. No era
el mejor en nada pero a la vez era el mejor en todo.
Aún
con el eco del Star and Spangled banner,
el ‘7’ de siempre supo que se jugaba una final y no un homenaje, al recibir una
fuerte patada de espaldas. Cual resorte se levantó y se encaró con el colegiado,
cabeza con cabeza, igual que hizo con el viejo central de la ‘Juve’, Vierchowod,
cuando era un pipiolo de 18 años en su primer año en la Champions.
Tres
minutos después, acaso para homenajear a su compañero, Cellerino adelantó al
Cosmos con un gol made in Raúl.
Controló un melón con el pecho, se coló entre los dos centrales, por donde no
había sitio, y consiguió disparar cayéndose al suelo, trompicado, con el
portero canadiense a media salida. La pelota se alojó botando, celosa de
que no fuera el siete más siete de todos
los sietes, el que la alojara en la red.
Se
movía Raúl con la libertad de quien conoce todos los atajos del área, pero con
el sigilo del depredador, agazapado en el contraluz de un callejón cualquiera,
como un carterista del gol. Un regatito por allí, una asistencia por acá,
gustándose como su amigo Enrique Ponce a la verónica. Jugaba de delantero, de
mediapunta, de centrocampista al lado de Senna, otro ilustre veterano que colgaba
las botas anoche. Y si había que bajar a defender, se bajaba. Era Raúl en
estado puro.
Ni
el estadio, ni el partido, ni el césped, ni el rival eran dignos de los
benditos pies de Raúl, pero el 7 jugaba con las mismas ganas y concentración
que si fuera el 20 de mayo de 1998 y estuviera en el Ámsterdam Arena. Fue el
día que levantó su primera Copa de Europa, La Séptima del Real Madrid. Cualquier pelota que caía por donde él
merodeaba, acababa imantada hacia sus pies, como toda la vida.
Era
el último partido de Raúl y lo jugó de blanco, un color que le sentó como a una
novia camino del altar, un color que defendió y honró como pocos, porque en sus
tiempos del Madrid, su camiseta siempre empezaba inmaculada y acababa más
sudada que ninguna. Se iba el ‘7’ al descanso con la sensación del deber
cumplido, el equipo siempre por encima de todas las cosas, pero con las ganas
de arrancarle al fútbol un último gol.
El
que falló su compañero Cellerino nada más empezar la segunda mitad, en boca de
gol y a puerta vacía, después de una apreciable jugada colectiva del Cosmos. Y
el que anuló el árbitro a Roversio después de que Raúl interrumpiera lo justo la
salida del portero. Al Cosmos se le ponía de cara el partido después de que
Trafford se bailara un zapateado encima de un rival como si fuera Joaquín
Cortés. El Ottawa se quedaba con diez.
Se
confiaron los neoyorkinos y encajaron un gol dos minutos después, que marcó
Heinemann con mucho arte y poca ortodoxia. Como el partido era un circo infame
de golpes y pelotazos, apenas tardó un suspiro el Cosmos en volverse a
adelantar, después de una jugada por banda que remató Cellerino en plan ” a mí
la legión, que los arrollo”.
Raúl
y Senna eran los quarterbacks que
ponían la pausa a un fútbol atolondrado y de choque. El último partido de Raúl
pasaba con el vértigo de su carrera. Y a la carrera dio el ‘7’ su última
asistencia. Lo hizo con el exterior cuando vio la carrera del tanque Cellerino,
que sellaba su hat trick y un título
más, el último, para la laureada carrera de uno de los jugadores más
competitivos que jamás haya pisado un campo de fútbol.
Buscó
el gol hasta el final para que la pelota besara la red una última vez, aunque
no le hacía falta.
Acabó
el partido con el último pase. Fue de Marcos Senna para Raúl, justo antes de
que el árbitro emitiera el pitido final del encuentro, la última vez que se
enfundará el ‘7’. Luego vino el manteo de sus compañeros, igual que en su
despedida en el Bernabéu con el Al-Saad, en aquel partido en el que hasta los
cimientos del estadio se removieron.