Antonio Blanca
Como
en el cuento de Pedro y el lobo, así se oía sonar el agua del río, Ronaldo se
iba, una más, otro período canicular en la que la historia de amor de verano
amenazaba con quebrarse, mas esta vez era verdad. Este río llamado Cristiano
Ronaldo no lleva agua, lleva un torrente que arrambla con todo. Principalmente,
con nueve años que han cambiado la Historia del Real Madrid. El equipo de los “futbolistas-nación”
pierde a la superpotencia, al músculo ganador. Con Sergio Ramos y con Luka Modric,
Cristiano Ronaldo formaba el Big Three.
A una Copa de Europa con el Madrid de igualar a Di Stéfano, Ronaldo (tiene ya
5) se va recortándose la silueta oscura de su figura en el marco de la puerta
del Bernabéu, haciéndose cada vez más pequeñito mientras monta a caballo
enfilando Monument Valley, como John
Wayne al final de Centauros del Desierto.
Por
todo ello, conviene recordar lo que era el Madrid en el verano de 2009. Una
institución que estaba, como decía don Manuel Ruiz de Lopera del Real Betis, “en
la UVI”. Le estaba atropellando el camión de la historia, conducido por Messi.
Debajo de sus ruedas había acabado tras la borrachera de Ramón Calderón, que
duró dos años. Por el medio se había ido dejando a jirones su prestigio y su
orgullo, en el campo y en la tribuna. El edificio amenazaba con derrumbarse.
Llegó Florentino Pérez en la segunda fase de su mandato. Con el superlativo
empresario llegó Ronaldo.
Con
Cristiano, el Madrid se negó a perder, el portugués que tiene ADN blanco,
enarboló dicha bandera. Perdió mucho, no obstante. Pero la causa de aquello, en
esencia, fue la negación previa. El Madrid no se rindió. Los primeros años
fueron terribles, persecución a Mourinho incluida. Probablemente determinaron
el carácter del equipo cuando llovieron los laureles del triunfo. La rebelión
que representó el segundo florentinismo se encarnó en Ronaldo porque no había
nadie mejor, no era posible transubstanciación más perfecta: un tipo orgulloso,
indomable, excéntrico en su grandeza, que se quiere por encima de todas las
cosas y que anhela dominar confiando hasta el extremo de un demente en sus
propias posibilidades.
Cristiano
es el reflejo que devuelve el espejo del Real Madrid. A lo mejor por eso el
madridismo del Bernabéu nunca lo integró del todo, nunca lo hizo suyo, hasta
hace un par de años, donde el coliseo merengue se rindió para los restos a su ‘7’.
Ronaldo se parece demasiado a la camiseta blanca, es casi un calco de lo que
esconde el espíritu del madridista. Una animalidad agresiva, un ansia feroz por
conquistar y destruir que, a veces, no resulta agradable ver materializado en
algo tan físico, tan completo, tan tangible y reconocible. Cristiano es, en
carne y hueso, el desiderátum nunca del todo satisfecho de una afición que ama
vencer como el caníbal el olor de la carne y de la sangre humana. Cristiano es
el retrato que Velázquez hizo de Inocencio X. Troppo vero.
Ronaldo
se marcha con una media de más de un gol por partido, y ha jugado 458 ni más ni
menos con la zamarra blanca. Ha despojado los récords de todo significado más
allá del estadístico, ha destruido la mitología de los números porque ha
conseguido algo mucho más importante en la alta literatura del fútbol mundial,
que es la presencia. Esto se ha visto especialmente bien durante los últimos
tres años, sobre todo esta temporada pasada. Cristiano caminaba sobre una
alfombra y los rivales asentían con aprensión protegiéndose instintivamente del
hachazo. Incluso cuando no jugó bien su nombre condicionó la mentalidad de los
adversarios: en Lisboa y en Milán con el “Cholo”, en Múnich y Madrid con
Heycknes, en Kiev con Klopp.
Cuando
Ronaldo abandonó al subcampeón de Europa para venir al Madrid ya era balón de
oro y campeón de una competición en la que el Madrid no superaba los octavos de
final desde hacía cinco temporadas. Se puede aventurar que, a medio y naturalmente
largo plazo, él pierde más tomando la decisión de marcharse a la Juventus de
Turín. Parece, del mismo modo, evidente que el Madrid pierde mucho en el corto
plazo. Muchísimo. También es sencillo presumir que su decadencia está próxima
porque tiene 33 años y cumple 34 en febrero. Era fácil decirlo en 2016. Ronaldo
lleva tres años muriendo en otoño y resucitando en los albores de la primavera.
Sus últimas tres temporadas han destruido todas las ideas preconcebidas que
campaban a sus anchas en el mundo del fútbol sobre la vejez de un deportista
profesional, su decrepitud, su fosilización, su inutilidad. Han sido un
desmentido detrás de otro. Ronaldo ha ido haciéndose mejor a cada año, con una
profesionalidad inmanculada; con cada pérdida de alguna de sus habilidades
innatas adquiría otra nueva, más letal, más pulida, más efectiva. Ya no dribla,
casi no centra, participa cada vez menos en el desarrollo del juego y marca,
efectivamente, menos goles: pero cada vez resulta más mortífero cuando está
temblando el mundo y la Historia, sentada en su diván de mármol, mira y juzga.
No
se sabe por qué motivo Ronaldo dejó de estar contento en el Madrid y pidió el
traspaso. Quizá con los años afloren las razones. Se puede especular.
Florentino, quien tanto acude al legado de Bernabéu, consiguió su Di Stéfano y
ahora, también, su cisma. Las dos grandes personalidades de la Historia moderna
del Madrid, junto con Zidane y Ramos, han chocado como en su día chocaron las
del Madrid viejo. El Madrid de Zidane se miró tanto en el antiguo retrato que
ha terminado mimetizándose incluso en las despedidas. Dicen que Di Stéfano tomó
como un agravio personal el ofrecimiento que le hizo Bernabéu de crear un cargo
nuevo ad hoc para él, el por entonces inédito de general manager, al orgullo del gigante le ofendió que lo
considerase inválido para la competición cuando todavía tenía dos piernas y
venía de disputar otra final de la Copa de Europa. Los genios tienen un
laberinto dentro del pecho y a veces el hilo de Ariadna con la que se sujetan
al mundo, simplemente, se rompe.
En
el día de San Crispín los ingleses vencieron en Francia y le regalaron a
Shakespeare la batalla de Agincourt. De ella salió el discurso de Enrique V.
Éramos pocos, éramos felices, éramos hermanos de sangre. El día en que
Cristiano Ronaldo abandona el Real Madrid uno se acuerda no de las cuatro
finales de la Copa de Europa, la Tierra Prometida por la que cada uno de los
madridistas sobre la faz de la tierra soñaba el día de su presentación (con el
triplete de Messi y Guardiola aún caliente). Se acuerda, en cambio, de un
miércoles santo del año 2011, apocalíptico. Una noche poco relevante en 116
años de historia de un club. Una noche sencilla, una final de Copa. ¡Cuántas
finales de Copa no ha jugado el Madrid! Sin embargo, no fue una cualquiera. Fue
el principio de algo hermoso, y terrible, algo que el martes 10 de julio de
2018 se terminó, una década salvaje que salvó al Madrid de la benfiquización y lo devolvió a la senda
del liderazgo en el nuevo siglo, el que iba para siglo de Messi, de Abramovich
y de las petromonarquías del Golfo cambió su sino, grabando a fuego en la
historia el Real Madrid de Cristiano Ronaldo, posiblemente el mejor equipo de
la mayor institución deportiva de toda la historia con el permiso de ese Madrid
de otros tiempos de Bernabéu, Di Stéfano y Gento. Aquella final de Copa en
Valencia fue cuando Ronaldo vertió su sangre junto al resto del pueblo
madridista en armas, haciéndose hermano suyo, para siempre, la leyenda había
nacido, hoy ya lo es.