sábado, 6 de junio de 2015

EL BARÇA COMO GRAN FAVORITO

Jordi Grimau

La final de la Liga de Campeones regresa para consolar el sollozo que aflige al deporte que gobierna el viejo continente en las últimas semanas. El talento individual -natural y salvaje- confluido en el punto calibrado de cocción del trabajo colectivo y de laboratorio toman la escena envueltos en la edición pulida de dos estructuras que culminan la obra de reconstrucción de dos aristócratas despojados de galones en las temporadas precedentes. Los focos regresan al verde, allá donde perdura, impoluta, la esencia descontextualizada del fútbol. Esa receta de calidad innata, pasión inherente en el cortejo o ruptura de la estética en el trato oponente -según el libreto abrazado-, sabiduría táctica y tesón anatómico en la pugna que elude y arrincona lo plomizo de los tratos de altas esferas. El balompié desnuda su sino a tiempo para sanar heridas de deslegitimación emotiva y en el escenario cumbre.

Lo hace, para aliñar el menú con mayor romanticismo, tomando cuerpo en el Olímpico de Berlín. El coliseo capital de la Manschaft asistió en julio de 2006 al epílogo de la eficiencia especulativa y advenimiento del tramo histórico que catapultó la vigencia y peso icónico del gusto por el juego combinativo. La Italia de Lippi consumía su exuberancia competitiva levantando el Mundial, Alemania degustaba el agrio sabor de la derrota previa a la final para cambiar su estilo -en un camino que ha cerrado con el alegre entorchado de Rio de Janeiro- y Luis Aragonés murmuraba la decisión que cambiaría el devenir de España. El estilo sobre el que pivotar giraría en torno a Xavi. El escorzo del destino ha salpicado de poesía el desenlace de la carrera del mediocentro paradigmático, colocándole, de nuevo, en el lugar que acogió la génesis de su travesía hacia la excelencia. Congregando, además, el presumible saludo de despedida de este peldaño de exigencia europea de dos símbolos de aquella sonrisa azzurra. Andrea Pirlo y Gianluigi Buffon, capacitados como Xavi para recibir el estatus de referencias únicas en la leyenda de su país, también disfrutan ante sí de este guiño elitista antes de la extinción de sus días en activo y muten a mitos.

La empresa que afrontarán Barcelona y Juventus viene a medir la magnitud del proyecto de rehabilitación emprendido desde el decreto de la era post Guardiola, por el bando catalán, y desde que la justicia italiana arrastrara a la entidad de los Agnelli con la contaminación de Luciano Moggi. Hacía 12 años que los bianconeri no arribaban a las semifinales de la máxima competición de clubes. Precisamente, los culés ejercieron de sujeto pasivo en los cuartos de final de 2003 -con actuación estelar de Mauro Zalayeta-, allanando el paso a su contendiente de este sábado hacia la final ante el Milan de Ancelotti. La explosión del Moggigate estiró la depresión de la Vecchia Signora, que navegó sin horizonte en el desierto de la instracendencia hasta que Conte pescó a Pirlo y organizó la rinascenza en torno al cerebro rossonero. A lomos de la ola imperante y el crecimiento del talento en los mimbres, la Juve efectuó un viraje en la concepción del juego, gustando cada vez más de introducir el dominio de la pelota en la conversación hasta atracar en este puerto. Allegri, perfeccionista continuador de la obra, ha extremado el modelo alcanzando el equilibrio entre la tradición -orden, compromiso en el repliegue, pegada, intensidad y ardor en el achique- y el novedoso planteamiento que permitió al aristócrata italiano saltar con garantías al escenario internacional.

Can Barça caminó en depresión continental en directa relación con la añoranza al esplendor pretérito. La pelota seguía volando con fluidez en la circulación usual bajo el mandato de Tito Vilanova, Roura y el Tata Martino, pero el gigante blaugrana se desangraba sin equilibrio entre líneas. Los contraataques rivales suponían una merma en la seguridad colectiva que concluía en la niebla generalizada que entregaba la cosecha a la exclusiva irregularidad del talento. Así, la producción ofensiva permanecía asegurando dígitos soberbios, pero la consistencia jugaba, definitivamente, en contra y penalizaba al conjunto del equipo ante clubes bien armados y con salida inteligente tras robo -Bayern Munich en 2013 y Chelsea en 2012-. Los tres años de búsqueda desde la final de Wembley ante el United post-Ronaldo conocieron su techo en la desidia que aquejó a un Messi con vistas al Mundial del pasado estío, enfangando la condición de la candidatura de su plantilla hasta el vació de la temporada pasada. Sin embargo, la llegada de Luis Enrique y su victoria en la guerra de guerrillas planteada en la gestión de las suplencias de todos, con independencia del nombre y estrellas en el pecho, ha reconducido la caída por el conducto de la autocomplacencia.

El técnico asturiano impuso, primero, y negoción, después de Anoeta, su idea de juego. Sobre todo sin balón. El punto de inflexión que supuso la caída donostiarra y el proceso de desmantelamiento táctico sufrido en el Bernabéu alimentó la rocosa cohesión actual. Lucho entendió que el centro del campo cojeaba en el apartado físico y de repliegue si mantenía la trinidad Xavi-Iniesta-Busquets. Rafinha y, finalmente, Rakitic ocuparon buena parte de los minutos del organizador de Terrasa por el bien de la equidistancia competitiva del bloque. Y el capitán se sacrificó de buen grado. De la escaramuza con el 10 surgió la cimentación de la fe del vestuario en el libreto del entrenador: el vestuario entendió que todos tendrían minutos y jugarían un rol necesario y la solidaridad de esfuerzos disparó la presión sin pelota, un elemento olvidado en las ediciones precedentes. Y la Pulga comprendió que su liderazgo terrenal, el que pueden seguir sus compañeros, no tiene tanto que ver con el tanto que abrió la final de Copa. El resultado, cocinado con la explosión de Neymar y la caída, de pié de la inteligencia de Suárez, viene dado además por el cultivo de la erosión del dogma en estático para exprimir la capacidad devoradora de la verticalidad. El contragolpe, sin prejuicios ortodoxos, ha multiplicado la amenaza de un tridente de calidad sin parangón en el paisaje actual. Un triunfo desde el banquillo que va camino de granjear el segundo triplete en la era de la Liga de Campeones -el otro pertenece al Barça de los seis títulos-.

El análisis del duelo quedó esbozado por el paso por sala de prensa de los protagonistas: Luis Enrique aclaró que “no creo que sea una lucha de estilos” (el reparto de posesión media se reparte en 59 y 55% en favor catalán y los italianos sólo son superados en pases completados en el torneo por Bayern, Barça y Madrid); Allegri, por su parte, aludió a la necesidad de no encerrarse -como hizo ante el Madrid- porque “el partido no acabará 0-0”; Piqué subrayó que “somos un equipazo y tenemos la oportunidad de demostrarlo”; y Buffon avisó: “Nosotros no venimos como la víctima a la que van a sacrificar mañana”.

Esta final no resulta casual. Se enfrentan los clubes con mejor conciencia colectiva del viejo continente. Por ende, no cabe espacio para la tendencia al simplismo de pelaje absoluto que entrega a la clase individual el diseño del resultado de este enfrentamiento. Bien es cierto que la delantera del Barcelona, con Messi en estado fosforescente, ha batido del récord de dianas en un ejercicio que pertenecía a la terna madridista y que Morata ha confirmado el susurro de su progresión que desestimaron en el Bernabéu y Tévez, empeñado en elevar su pedigree, ha firmado los registros anotados más elevados de su estancia en Europa. Pero la teoría y práctica señalan que en la versión moderna del balompié tacticista no hay éxito individual sin perfección colectiva. Con y sin balón. Es por esta corriente generalizada que el alegato del meta juventino merece consideración.

La riqueza de matices de dos sistemas que huyen de la ejecución tecnócrata de los principios dogmáticos no sólo añade regusto al paladar del partido, sino que dibuja los caminos por los que podría discurrir el duelo.

La Juventus no contará con su baluarte defensivo, Giorgio Chiellini, el peón que apuntala la repulsa de balones al área rival que no superó una lesión en el recto femoral de la pierna derecha. Su lugar será ocupado por Barzagli, que presumiblemente completará la valiente apuesta de Allegri que diseñaría defensa de cuatro eludiendo los tres centrales. Bonucci, Evra y Leichteiner apuntan a titulares. La altura de estos dos últimos -reconvertibles en carrileros según el objetivo y ambición- actúa como señal de intenciones en ambas escuadras -con Alves y Alba en el lado barcelonés-. Pirlo quedará abrigado por el trabajo y capacidad distributiva, de lanzamiento de transiciones y de llegada desde segunda línea de Marchisio, Vidal -recuperado física y psicológicamente para la causa- y Pogba. Nombres estos que definen la huída del catenaccio turinés a través del cambio del prototipo de la medular. Por delante parece complicado que Morata y Tévez, pareja complementaria en vuelo y estático, cedan sus escaños. Aguardarían su espacio la brega de Sturaro, el desequilibrio de Pereyra y la presencia de complicada digestión de Llorente. La efectividad en el cierre de las líneas de pase catalanas –usando el subterfugio de colapsar el carril central- y la circulación de la pelota tras robo, amén de la imposición del ritmo intenso coherente con su preponderancia física, marcarán el camino del campeón italiano. Un vestuario acostumbrado a cambiar de piel -manejar la pelota a achique, robo y salida- sin comparación posible.

El Barcelona ahondará en su estructura de hoja de ruta. La pelea por ejercer el monopolio en el control del ritmo de partido a través de la pelota se antoja como escenario elemental. Los pupilos de Luis Enrique deberían ganar de manera holgada este apartado sin renunciar a la verticalidad y movilidad de sus tres puntas, con Messi descendiendo al papel de organizador, Suárez como factor fijador y Neymar en el desborde en la sombra. La fluidez en el cuidado y avance del esférico parecería tan relevante como la vigilancia de los veloces delanteros contendientes. Pique -en versión efervescente- y Mascherano guardarán la calma de Ter Stegen. El despliegue de Iniesta no ofrece certezas, pero el nivel del ardor en la presión tras pérdida, que podría ahogar a la Juve o abrir hectáreas a explotar por la eficacia al espacio de Pirlo, marcará el envite tanto como la astucia para entregar metros al crecimiento de los transalpinos con el fin de afilar las puntiagudas contras blaugranas que hicieron hincar la rodilla a Atlético, PSG, Bayern y Real Madrid. 
Variable esta que queda en el apartado de las incógnitas a resolver, ya que no ha quedado esclarecido que entre dentro de los riesgos asumibles por el técnico de la entidad del Piamonte. La capacidad de anestesiar a través de la pelota de Xavi y Rafinha y el desborde de Pedro esperarán turno. Las ayudas en las coberturas para impedir superioridades en banda o transición funcionarán como elemento decisivo en ambas direcciones.

El fútbol recupera la atención del mundo sin ser relacionado con el FBI, Joseph Blatter o el sistema de elección de los Mundiales de Rusia y Catar. El aficionado tiene ante sí, entonces, la oportunidad de abandonarse a la primigenia condición imprevisible de este deporte. Messi intentará añadir otra muesca a su imperecedera escultura, arrastrando al Barça hacia su quinta copa, y la Juve tratará de despojarse de ese cariz perdedor en esta altura redefiniendo los colores y clase social de las historias entrañables de resurrección en el deporte. Tres de los futbolistas dominadores del presente siglo dirán adiós, salvo sorpresa, a los focos que más lustre aportan. La Liga de Campeones regresa a tiempo, como siempre, para rescatar el brillo del balompié. Los mejores equipos -nótese la relevancia conceptual y funcional del término- discutirán en el mejor escenario. La fiesta queda, pues, servida.