Jordi Grimau
La final de la Liga de Campeones regresa para consolar el sollozo que
aflige al deporte que gobierna el viejo continente en las últimas
semanas. El talento individual -natural y salvaje- confluido en el punto
calibrado de cocción del trabajo colectivo y de laboratorio toman la
escena envueltos en la edición pulida de dos estructuras que culminan la
obra de reconstrucción de dos aristócratas despojados de galones en las temporadas precedentes.
Los focos regresan al verde, allá donde perdura, impoluta, la esencia
descontextualizada del fútbol. Esa receta de calidad innata, pasión
inherente en el cortejo o ruptura de la estética en el trato oponente
-según el libreto abrazado-, sabiduría táctica y tesón anatómico en la
pugna que elude y arrincona lo plomizo de los tratos de altas esferas.
El balompié desnuda su sino a tiempo para sanar heridas de
deslegitimación emotiva y en el escenario cumbre.
Lo hace, para aliñar el menú con mayor romanticismo, tomando cuerpo en el Olímpico de Berlín. El coliseo capital de la Manschaft
asistió en julio de 2006 al epílogo de la eficiencia especulativa y
advenimiento del tramo histórico que catapultó la vigencia y peso
icónico del gusto por el juego combinativo. La Italia de Lippi consumía
su exuberancia competitiva levantando el Mundial, Alemania degustaba el
agrio sabor de la derrota previa a la final para cambiar su estilo -en
un camino que ha cerrado con el alegre entorchado de Rio de Janeiro- y
Luis Aragonés murmuraba la decisión que cambiaría el devenir de España.
El estilo sobre el que pivotar giraría en torno a Xavi.
El escorzo del destino ha salpicado de poesía el desenlace de la
carrera del mediocentro paradigmático, colocándole, de nuevo, en el
lugar que acogió la génesis de su travesía hacia la excelencia.
Congregando, además, el presumible saludo de despedida de este peldaño
de exigencia europea de dos símbolos de aquella sonrisa azzurra. Andrea Pirlo y Gianluigi Buffon,
capacitados como Xavi para recibir el estatus de referencias únicas en
la leyenda de su país, también disfrutan ante sí de este guiño elitista
antes de la extinción de sus días en activo y muten a mitos.
La empresa que afrontarán Barcelona y Juventus viene a medir la magnitud del proyecto de rehabilitación emprendido desde el decreto de la era post Guardiola,
por el bando catalán, y desde que la justicia italiana arrastrara a la
entidad de los Agnelli con la contaminación de Luciano Moggi. Hacía 12
años que los bianconeri no arribaban a las semifinales de la máxima competición de clubes. Precisamente, los culés
ejercieron de sujeto pasivo en los cuartos de final de 2003 -con
actuación estelar de Mauro Zalayeta-, allanando el paso a su
contendiente de este sábado hacia la final ante el Milan de Ancelotti.
La explosión del Moggigate estiró la depresión de la Vecchia Signora, que navegó sin horizonte en el desierto de la instracendencia hasta que Conte pescó a Pirlo y organizó la rinascenza en torno al cerebro rossonero. A lomos de la ola imperante y el crecimiento del talento en los mimbres, la Juve efectuó un viraje en la concepción del juego,
gustando cada vez más de introducir el dominio de la pelota en la
conversación hasta atracar en este puerto. Allegri, perfeccionista
continuador de la obra, ha extremado el modelo alcanzando el equilibrio
entre la tradición -orden, compromiso en el repliegue, pegada,
intensidad y ardor en el achique- y el novedoso planteamiento que
permitió al aristócrata italiano saltar con garantías al escenario
internacional.
Can Barça caminó en depresión continental en directa
relación con la añoranza al esplendor pretérito. La pelota seguía
volando con fluidez en la circulación usual bajo el mandato de Tito
Vilanova, Roura y el Tata Martino, pero el gigante blaugrana se desangraba sin equilibrio entre líneas.
Los contraataques rivales suponían una merma en la seguridad colectiva
que concluía en la niebla generalizada que entregaba la cosecha a la
exclusiva irregularidad del talento. Así, la producción ofensiva
permanecía asegurando dígitos soberbios, pero la consistencia jugaba,
definitivamente, en contra y penalizaba al conjunto del equipo ante
clubes bien armados y con salida inteligente tras robo -Bayern Munich en
2013 y Chelsea en 2012-. Los tres años de búsqueda desde la final de
Wembley ante el United post-Ronaldo conocieron su techo en la desidia
que aquejó a un Messi con vistas al Mundial del pasado estío, enfangando
la condición de la candidatura de su plantilla hasta el vació de la
temporada pasada. Sin embargo, la llegada de Luis Enrique
y su victoria en la guerra de guerrillas planteada en la gestión de las
suplencias de todos, con independencia del nombre y estrellas en el
pecho, ha reconducido la caída por el conducto de la autocomplacencia.
El técnico asturiano impuso, primero, y negoción, después de Anoeta, su idea de juego. Sobre todo sin balón.
El punto de inflexión que supuso la caída donostiarra y el proceso de
desmantelamiento táctico sufrido en el Bernabéu alimentó la rocosa
cohesión actual. Lucho entendió que el centro del campo cojeaba en el apartado físico y de repliegue si mantenía la trinidad Xavi-Iniesta-Busquets. Rafinha y, finalmente, Rakitic ocuparon
buena parte de los minutos del organizador de Terrasa por el bien de la
equidistancia competitiva del bloque. Y el capitán se sacrificó de buen
grado. De la escaramuza con el 10 surgió la cimentación de la
fe del vestuario en el libreto del entrenador: el vestuario entendió que
todos tendrían minutos y jugarían un rol necesario y la solidaridad de esfuerzos disparó la presión sin pelota,
un elemento olvidado en las ediciones precedentes. Y la Pulga
comprendió que su liderazgo terrenal, el que pueden seguir sus
compañeros, no tiene tanto que ver con el tanto que abrió la final de
Copa. El resultado, cocinado con la explosión de Neymar y la caída, de
pié de la inteligencia de Suárez, viene dado además por el cultivo de la
erosión del dogma en estático para exprimir la capacidad devoradora de
la verticalidad. El contragolpe, sin prejuicios
ortodoxos, ha multiplicado la amenaza de un tridente de calidad sin
parangón en el paisaje actual. Un triunfo desde el banquillo que va
camino de granjear el segundo triplete en la era de la Liga de Campeones
-el otro pertenece al Barça de los seis títulos-.
El análisis del duelo quedó esbozado por el paso por sala de prensa de los protagonistas: Luis Enrique aclaró que “no creo que sea una lucha de estilos”
(el reparto de posesión media se reparte en 59 y 55% en favor catalán y
los italianos sólo son superados en pases completados en el torneo por
Bayern, Barça y Madrid); Allegri, por su parte, aludió a la necesidad de
no encerrarse -como hizo ante el Madrid- porque “el partido no acabará 0-0”; Piqué subrayó que “somos un equipazo y tenemos la oportunidad de demostrarlo”; y Buffon avisó: “Nosotros no venimos como la víctima a la que van a sacrificar mañana”.
Esta final no resulta casual. Se enfrentan los clubes con mejor conciencia colectiva
del viejo continente. Por ende, no cabe espacio para la tendencia al
simplismo de pelaje absoluto que entrega a la clase individual el diseño
del resultado de este enfrentamiento. Bien es cierto que la delantera
del Barcelona, con Messi en estado fosforescente, ha
batido del récord de dianas en un ejercicio que pertenecía a la terna
madridista y que Morata ha confirmado el susurro de su progresión que
desestimaron en el Bernabéu y Tévez, empeñado en elevar
su pedigree, ha firmado los registros anotados más elevados de su
estancia en Europa. Pero la teoría y práctica señalan que en la versión
moderna del balompié tacticista no hay éxito individual sin perfección colectiva. Con y sin balón. Es por esta corriente generalizada que el alegato del meta juventino merece consideración.
La riqueza de matices de dos sistemas que huyen de la ejecución
tecnócrata de los principios dogmáticos no sólo añade regusto al paladar
del partido, sino que dibuja los caminos por los que podría discurrir
el duelo.
La Juventus no contará con su baluarte defensivo, Giorgio Chiellini,
el peón que apuntala la repulsa de balones al área rival que no superó
una lesión en el recto femoral de la pierna derecha. Su lugar será
ocupado por Barzagli, que presumiblemente completará la valiente apuesta
de Allegri que diseñaría defensa de cuatro eludiendo los tres centrales.
Bonucci, Evra y Leichteiner apuntan a titulares. La altura de estos dos
últimos -reconvertibles en carrileros según el objetivo y ambición-
actúa como señal de intenciones en ambas escuadras -con Alves y Alba en
el lado barcelonés-. Pirlo quedará abrigado por el trabajo y capacidad
distributiva, de lanzamiento de transiciones y de llegada desde segunda
línea de Marchisio, Vidal -recuperado física y psicológicamente para la causa- y Pogba. Nombres estos que definen la huída del catenaccio
turinés a través del cambio del prototipo de la medular. Por delante
parece complicado que Morata y Tévez, pareja complementaria en vuelo y
estático, cedan sus escaños. Aguardarían su espacio la brega de Sturaro,
el desequilibrio de Pereyra y la presencia de complicada digestión de
Llorente. La efectividad en el cierre de las líneas de pase catalanas
–usando el subterfugio de colapsar el carril central- y la circulación
de la pelota tras robo, amén de la imposición del ritmo intenso
coherente con su preponderancia física, marcarán el camino del campeón
italiano. Un vestuario acostumbrado a cambiar de piel -manejar la pelota a achique, robo y salida- sin comparación posible.
El Barcelona ahondará en su estructura de hoja de ruta. La pelea por ejercer el monopolio en el control del ritmo de partido a través de la pelota
se antoja como escenario elemental. Los pupilos de Luis Enrique
deberían ganar de manera holgada este apartado sin renunciar a la
verticalidad y movilidad de sus tres puntas, con Messi descendiendo al
papel de organizador, Suárez como factor fijador y Neymar en el desborde
en la sombra. La fluidez en el cuidado y avance del esférico parecería
tan relevante como la vigilancia de los veloces delanteros
contendientes. Pique -en versión efervescente- y Mascherano guardarán la
calma de Ter Stegen. El despliegue de Iniesta no ofrece certezas, pero
el nivel del ardor en la presión tras pérdida, que podría ahogar a la
Juve o abrir hectáreas a explotar por la eficacia al espacio de Pirlo,
marcará el envite tanto como la astucia para entregar metros al
crecimiento de los transalpinos con el fin de afilar las puntiagudas contras blaugranas que
hicieron hincar la rodilla a Atlético, PSG, Bayern y Real Madrid.
Variable esta que queda en el apartado de las incógnitas a resolver, ya
que no ha quedado esclarecido que entre dentro de los riesgos asumibles
por el técnico de la entidad del Piamonte. La capacidad de anestesiar a
través de la pelota de Xavi y Rafinha y el desborde de Pedro esperarán
turno. Las ayudas en las coberturas para impedir superioridades en banda
o transición funcionarán como elemento decisivo en ambas direcciones.
El fútbol recupera la atención del mundo sin ser relacionado con el
FBI, Joseph Blatter o el sistema de elección de los Mundiales de Rusia y
Catar. El aficionado tiene ante sí, entonces, la oportunidad de
abandonarse a la primigenia condición imprevisible de este deporte.
Messi intentará añadir otra muesca a su imperecedera escultura,
arrastrando al Barça hacia su quinta copa, y la Juve tratará de
despojarse de ese cariz perdedor en esta altura redefiniendo los colores
y clase social de las historias entrañables de resurrección en el
deporte. Tres de los futbolistas dominadores del presente siglo dirán
adiós, salvo sorpresa, a los focos que más lustre aportan. La Liga de
Campeones regresa a tiempo, como siempre, para rescatar el brillo del
balompié. Los mejores equipos -nótese la relevancia conceptual y
funcional del término- discutirán en el mejor escenario. La fiesta
queda, pues, servida.