lunes, 1 de junio de 2015

LA PITADA DE LA VERGÜENZA


Desde que se supo el escenario de la final de Copa del Rey entre el Barcelona y el Athletic de Bilbao, los pitos al himno de España eran algo más que sabidos

Antonio Blanca

Que el pasado sábado la Marcha Real española iba a ser pitada en el Camp Nou lo sabía hasta el más ingenuo de los niños de una guardería de hasta tres años. Pasó en 2009 en Valencia y en 2012 en Madrid (Vicente Calderón), ¿cómo no iba a ocurrir en Barcelona, cuándo desde marzo se había instaurado un ambiente propicio para ellos? Las dos primeras fueron en presencia de don Juan Carlos I, la del sábado de don Felipe VI. ¿Está en el sueldo del jefe del Estado, que representa a todos los españoles (también a los que no quieren serlo, de momento) aguantar que se ofenda a todos y los que sentimos como propio uno de nuestro símbolos? Me aventuro a decir que no. Pero claro, don Felipe tiene más educación que todos los “chifladores” del sábado juntos sentido común. Me temo también que no será la última vez que se pite el himno cuando se junten equipos de tales ideologías más que nacionalistas independentistas, anti españolas.

En 2012 la Audiencia Nacional dijo que silbar el himno no se incardina en el artículo 543.2 del Código Penal, el cual no reproduciré para no convertir el tema en un monográfico jurídico. Claro que por encima de todo debe residir la libertad de expresión del individuo, pero ¿hasta qué punto? Tu libertad llega hasta donde empieza la mía. Porque si alguien lanza silbidos, soflamas u ofensas contra los símbolos de otro, si ese otro responde de la misma manera, ha de estar amparado del mismo modo por dicha libertad de expresión, ¿no?

Este uso maniqueo y torticero de la libertad de expresión, busca su justificación en no poder decir nada a quienes pitan el himno, y de paso ofenden al resto de habitantes de un país que lo sienten como propio. Quizá reclamar independencia durante los noventa minutos de la final, gritar Visca Cataluña o reivindicar lo suyo sin mancillar lo de los demás sí sea libertad de expresión, como desear que Madrid o Atlético o Sevilla pierdan sus partidos por ser representantes de España, así como la selección de fútbol o Rafa Nadal.

Este uso de libertad de expresión lo han venido defendiendo el Barcelona (sí, ese equipo imputado por fraude fiscal y cuya estrella es un avezado futbolista así como evasor de impuestos), el Athletic de Bilbao, la Real Federación Española de Fútbol, los gobiernos autonómicos de Cataluña y País Vasco, así como representantes de ambas sociedades.

No se trata de buscar razones, es una trampa. Al final se trata de la demostrada incapacidad que tenemos los españoles (y los que no quieren serlo) para respetar lo que significan los símbolos, algo tan intangible y a la vez tan importante como eso, los símbolos y lo que representan. Ya sea la Marcha Real, Els Segaors o la Marsellesa.

Aquí, que hicimos presidente a un hombre cuya primera decisión que se le recuerda en materia internacional fue permanecer sentado al paso de una bandera, se puede repetir que España es un país de pandereta y llegar a creérselo incluso. Pero cuidado con que alguien diga algo de nuestro aceite de oliva, nuestro vino o la Virgen de nuestro pueblo. Y más aún si ese alguien viene de fuera. Incoherencias sólo a la altura de prohibir los toros en Cataluña, pero cuidadito con tocar los corre bous. En este escenario tan típicamente nuestro, la sonora pitada del Camp Nou no aporta muchas cosas nuevas a un país acostumbrado a valorarse poco a sí mismo. Incluso puestos a escandalizarse, escandaliza más que se silbe un minuto de silencio por un asesinado de ETA como pasó en San Mamés tras la muerte de su paisano Isaías Carrasco (2008).

De nada sirve tratar de convencer a quienes silbaron el sábado que sientan como propio ese himno. Ni siquiera es necesario, de hecho. Aquí sólo se está hablando de educación y respeto. De nada sirve tampoco tratar de explicar que ese “chunda chunda” representa mucho más que a un rey o a unos políticos más o menos honrados. Que junto a la bandera o la Constitución representa un Estado de Derecho y unas leyes, cosa no menor en algunos puntos de España como el País Vasco hace no mucho tiempo. Ni siquiera daría resultado apelar entre los silbadores a esa reacción tan humana como es la de ponerse en el lugar del débil, que evidentemente en este caso fue Felipe VI. En la más absoluta soledad aguantó estoicamente el insulto nada espontáneo de decenas de miles de personas mientras a su derecha un Artur Mas de sonrisa giocondina parecía aguantar las ganas de blandir con sus propias manos al monarca y ofrecerlo a la enfervorecida masa oprimida. El gesto de satisfacción de Mas viene a poner de manifiesto un odio a España que su discurso oficial siempre ha tratado de disimular entre promesas de buena vecindad al final de su natural y supuestamente nada revanchista proceso de independencia. O de Aduriz, del que espero ya nunca más sea convocado por España, al sonreír durante la pitada al himno.

Un sentimiento que debería mostrar congruencia y tanto Barça como Athletic no deberían participar ni en la Copa del Rey de España ni en la Liga Española, pues no se entiende que a tanta repulsa se participe.