Con
el fallecimiento de Alfredo di Stéfano una parte del fútbol mágico se nos ha
ido y solo queda el recuerdo del mejor futbolista que ha dado la Historia
Antonio Blanca
Mi moral
depende exclusivamente de cómo haya jugado. No está en el éxito ni en la
derrota. Sino en la responsabilidad que uno se crea ante sí mismo -le confesó
un Di Stéfano cenital de 27 años, "más bien soso y tímido, expresivamente
inexpresivo", a César
Gónzález-Ruano en una entrevista de 1954, celebrada morbosamente en un
hotel... de Barcelona.
La
responsabilidad ante uno mismo se vuelve insoportable cuando se padece la
obsesión de ser el número uno. A no ser, claro, que se consiga. Decir que
Alfredo Di Stéfano fue el mejor futbolista del siglo XX solo es repetir una
constatación casi rutinaria de la FIFA; añadir que su autoexigencia edificó la
leyenda en marcha de un club, en buena lógica también el mejor, y por esa vía
consolidó el invento de la Copa de Europa y estableció la identidad madridista
como uno de los escasos predicados del orgullo español, solo son algunos de sus
otros títulos, los de índole sentimental, los que apuntalan su mito ya eterno.
Yo no vi
jugar a Di Stéfano, apenas acierto a inferir una habilidad superdotada de la
racanería visual que de los cincuenta ofrece YouTube y he de conformarme
con el relato embelesado de los ancianos de mi tribu. Pero yo sé que el fútbol
es la primera manifestación contemporánea de la cultura popular, y sé que Di
Stéfano es al fútbol lo que Platón
a la filosofía, Newton a la
física y Mozart a la música.
Ningún genio monopoliza todos los caminos hacia la excelencia que se abren en
cualquier disciplina humana; se podrán discutir los nombres que acompañan a la
Saeta Rubia en el Olimpo futbolístico, más allá del consenso estable en torno a
Pelé, Maradona y Cruyff;
lo que no admite discusión es que nadie dejó una obra tan duradera, redonda y
exitosa como él, porque su obra se llama Real Madrid Club de Fútbol.
Así que por
eso se tomaba Di Stéfano la molestia documental de recortar las reseñas
sucesivas de su obra en curso. No podía arriesgarse a que en el futuro no se
inventara la digitalización.
La
Providencia, que es blanca según los más exhaustivos expertos en iconografía, quiso
que el último partido del Madrid que pudo ver Don Alfredo se jugara en Lisboa y
terminase en Décima. Es un hermoso,
coherente colofón a la biología del héroe, pero solo un bucle más en la espiral
perenne de la leyenda que él fundó y que se sigue desarrollando de Chamartín a
Concha Espina pasando por Valdebebas.
Más o menos
desde la muerte de Abel los
obituarios siempre corren el riesgo de acabar sentenciando que aquello sí que
era bueno y no lo de ahora, porque el mito de la Edad de Oro y la consiguiente
caída está presente en todas las culturas quizá desde que el hombre fue
desahuciado de su primera cueva. Yo no sé si el fútbol actual, como dicen, es
más impuro que el de entonces, aunque las mañas que Don Santiago Bernabéu practicó sin melindres para llevarse al
genio a la capital no me parece que estén al alcance de las actuales
inteligencias. También en tiempos de Di Stéfano se quejaban de los importes de
los fichajes, de la desnaturalización del deporte, de la pérdida de no sabemos
qué preciosas esencias derramadas a los pies del becerro de oro o del negro
corazón del petrodólar. Ruano le pregunta y el delantero del Madrid, con
aquella manera de sentenciar renqueante y lúcida que parece perogrullada y no
lo es, responde:
Siempre hubo
épocas. Siempre parece, en fútbol y en todo, que lo pasado fue mejor. Y sin
embargo, oh Di Stéfano, esta vez no podemos estar de acuerdo contigo. Porque el
pasado ya eres tú y no creemos que pueda haber nada mejor que eso.