El
conjunto entrenado por Luis Enrique venció sin problemas en Granada para
conquistar su vigésimo cuarto entorchado liguero después de haberlo tenido en
la mano a finales de marzo
Antonio Blanca
Canaletas,
plaza tectónica del sentir barcelonista, amanece inflamada de azulgrana en este
crepúsculo del calendario futbolístico nacional. La delegación construida y
patroneada por Luis Enrique, que enfrentaba este determinante sábado a un
Granada bajo sospecha -de manera reiterada y a la sombra de la lupa de las
instancias que miman la competencia en el deporte-, supo conducirse hacia el
vigésimo cuarto entorchado liguero de la faraónica entidad catalana. Consiguió
el técnico asturiano que su vestuario interiorizara la abstracción del ambiente
que envolvía el envite postrero, inyectando a sus subordinados la motivación
necesaria para conquistar la ciudad nazarí, con seriedad en el compromiso,
sencillez en los propósitos y regusto en la ejecución. Sin escatimar y
alineando a los titularísimos. Los goles (0-3) de Luis Suárez, que le
convirtieron en pichichi con certificación oficial, con 40 dianas en el zurrón,
cinco más que las acumuladas por Cristiano Ronaldo, y afianzó su ventaja en la brega
por la Bota de Oro, vinieron a descorchar la gloria merecida para una plantilla
que arrancó resuello, intensidad y finura a tiempo. Antes de que la apnea de
rendimiento padecida, que nubló la perspectiva histórica de repetir trono en el
Viejo Continente hasta convertirla en una tenebrosa ensoñación, contaminara
todo el cuadro. Debía ganar un partido de fútbol. Y gozaba de la unicidad de su
tesitura: con cumplimentar la exigencia endógena le bastaba, sin afligir su
voluntad con las cadenas de la dependencia del rendimiento del otro gallo. Tal
circunstancia condicionaba al Real Madrid, el inesperado aspirante sorpresa,
que lució traje de gala, sudor y resolución en Coruña (0-2) en un esfuerzo que,
lejos de significar futilidad, ahonda en el sustento de la autoestima de cara
al baile milanés del 28 de mayo. Los urgidos tres puntos en liza, recolectados
de forma simultánea por ambos colosos, cifraron el epílogo del torneo en una
distancia de un punto (91 firmó el Barça y 90 el conjunto capitalino).
El
paroxismo culé clausuró uno de los cierres del campeonato doméstico de
resolución más equidistante que evocan los anuarios. El desamarre de última
hora del Atlético, que restó compresión al tenso devenir que había
confeccionado el renacimiento de la paridad entre los aspirantes -tras el
monopolio incendiario desatado por el advenimiento del icónico tridente
blaugrana en el pasado curso- y ascendido el nivel competitivo en torno al
título hasta el pedigrí legendario con que se arribó a la trigésimo séptima jornada,
regaló la escena al dúo cuyas inercias protagonizarían el relato del ejercicio
2015-16. Porque esta Liga que baja su telón remarcando el predominio barcelonés
en el palmarés del presente siglo (ha alzado ocho de las 16 ediciones en juego,
por cinco merengues, dos valencianistas y una atlética), con récord de goles
del trío Messi-Neymar-Suárez en su dorada temporada (130), el subrayado de la
tendencia que dictaba que el Barça nunca perdió el trofeo en la fecha final y
con Jan Oblak emparejando el registro de Liaño como guardameta menos goleado en
38 partidos (18 veces recogió el cuero de sus redes el arquero gallego entre
1993 y 1994), premió la capacidad de supervivencia, en un paradigma de
maltrecha regularidad, del púgil más consistente en la manutención temporal de
sus presupuestos. Preponderó el afiance del diseño de plantilla e
interpretación del juego y penalizó el proceso de asimilación y acomodo de las
estructuras que quisieron insuflar renovado aire estival -o vendaval- en la
transición entre ejercicios. Así, copó el liderato el club entrenado por el
Lucho en 27 jornadas (en trazo ininterrumpido desde la vigésimo primera ronda),
resaltando la coherencia en la confección de sus peones y los roles
consiguientes, quedó apeado el bipolar desempeño madridista, de turbulento
recorrido, y se le escapó la guinda de entre las cenizas del fragor de
laboratorio al escuadrón de Diego Pablo Simeone, defensa más granítica de
Europa, que concluyó con triunfo casero ante el Celta y un soberbio y pionero
currículo de 24 duelos competidos sin encajar goles, además de una relación
descriptiva en sus derrotas: en los seis fracasos cedidos cayó por un sólo gol
de diferencia.
Barcelona,
Real Madrid y Atlético, ilustre podio que pinta los matices estilísticos en los
que navega el reluciente éxito del balompié patrio en el escaparate
internacional -en una escala pendular que va desde la ortodoxia ofensiva, el
híbrido de corte vertiginoso y el regreso al enriquecido rigor defensivo-,
esbozaron trayectorias antagónicas a lo largo del viaje, fruto de las
decisiones remachadas hasta agosto de 2015. Así, la continuidad catalana se
desmarcó de la vuelta de tuerca colchonera y el viraje, con aspecto de
metamorfosis, adoptado por la esfera dominante en Concha Espina.
Al
tiempo que las oficinas de Can Barça se veían constreñidas a limitar su
enfosque de las oquedades del vigente campeón de todo -que tragó sólo un
imprevisto en su paseo triunfal, en la Supercopa de España y con Aduriz
uniformado como gudari futbolístico- a las incorporaciones de Arda Turan y
Aleix Vidal (dos transacciones desprovistas de legitimidad práctica que
tradujeron el bagaje del banquillo catalán, tétrica lesión de Rafinha e
irrupción de Sergi Roberto mediantes, hacia una tendencia al vacío de contenido
que elevaría sobremanera la exigencia jurisdicción del once arquetípico), la
ribera del Manzanares asistió a un salto de página: el libreto del Cholo habría
de localizar espacios de acomodo para el desembarco de la calidad de nuevo
cuño. Óliver, Vietto, Carrasco, Correa y Jackson fichaban cada mañana en el
Cerro del Espino, ocupando los escaños de elementos divergentes como Mario
Suárez o Raúl García. Apostó el club indio por incluir el cortejo de la pelota
como una herramienta central y desterrar la concepción accesoria protagónica
hasta entonces, y el proceso de aprehensión se activó con la templanza,
denodada pasión por el estudio y laboriosidad característicos. No iba a
resultar sencilla la maniobra de mutación, pues “la identidad no se negocia”
-según verbalizó el acompañante de Germán Burgos en el timón rojiblanco-. Tardó
en tomar altura, pero, en el entretanto, Antonine Greizmann (que daría
carpetazo a su ficha con su marca más redonda anotadora, los momentáneos 32
goles), Saúl, Yannick y el efectivo retorno de Filipe Luis sostenían el puntaje
de los suyos. A la espera de que la receta alcanzara un punto de cocción que,
al fin, se destaparía en un 2016 que les ha disparado hacia su segunda final de
Liga de Campeones en tres años. Amaestrando a Barcelona y Bayern de Munich. Con
más variantes nominales (Augusto, Kranneviter, Lucas, Thomas y Fernando Torres)
y estratégicas. Sin embargo, el crecimiento bajo los fogones pacientes y
meticulosos de Simeone no estiró su rédito más allá del objetivo grabado como mantra
a comienzos de la carrera: el tercer puesto quedó autografiado con un buen
puñado de semanas de antelación (y un abismo de 21 puntos para con el cuarto
clasificado, el brillante Villarreal).
En
un distrito más condecorado y norteño que el que acoge al Atlético, el Real
Madrid decidió que Rafa Benítez tomara posesión para “curar los vicios
heredados” de una plantilla que se había desinflado de indolencia y desatención
a lo colectivo en el último estertor del mandato de Carletto, y que ya no se
despegaría de la latente sensación de sospecha. Ni siquiera ahora que saborean
la presunta antesala de la Undécima. La ruptura de líneas y la agrietada
vigilancia de la espalda propia sangraba, de forma impía, el buqué de la
candidatura capitalina. Así, ante la imposibilidad de revertir el ánima, lo
inesperado aconteció de manera sistemática hasta convertir esa acepción en
sistémica, en paradigmática de la temporada en su conjunto. La aridez con la
que algunos pesos pesados transigieron con la regresión a sistemas más
enfocados al equilibrio y la evolución a partir del repliegue que al mandato
anárquico de la improvisación ofensiva como ecuación global, convulsionó la
temperatura del vestidor. En dirección antitética con la congruencia entre el
aparataje filosófico del cuerpo técnico y el de los futbolistas que deleitaba
el silente desarrollo de los otros dos pretendientes del éxtasis final, se
desplegó en Valdebebas una soberana guerra de guerrillas, con trincheras
intestinas y externas, sabotajes en todas direcciones y dialécticas alejadas de
la placidez buscada en la firma del técnico campeón de Europa con el Liverpool.
Los guarismos, menos pomposos de lo reclamado extramuros, aliñaron un hirviente
plato abrasivo que encontró en Benítez el sujeto pasivo. La víctima
propiciatoria. Los jugadores ganaron una batalla ideológica que parecería
condenar, en enero, cualquier atisbo de horizonte pomposo. El cambio de
entrenador en pleno transcurrir, propio de empresas infructuosas adolecentes de
sutura provisional, designó el debut de Zinedine Zidane como la tirita que
salvara el tipo, la honra aristocrática maltratada por la relación de fuerzas
que se hizo notoria con el affaire Mourinho-Casillas, y, de paso, transmutara
en válida la teorización de la exigente Copa de Europa como clavo ardiendo.
Como flotador que disimulara un naufragio del que no escapaba ni la zona noble
ni la hierba.
Se
propuso el técnico galo “intentar hacerlo lo mejor posible” en su presentación,
con tímido tono y sonriente promoción de una ilusión, entonces, impostada.
Acudió el acuciado mandatario a Zizou, el simbolismo ganador madridista
personificado, para reenganchar a la tribuna, al palco y al vestuario con lo
identitario de la entidad. Con el fin, en segundo término, de congraciar a
todos los actores envueltos en un epílogo sobre el que el entrenador extremaba
su economía del lenguaje para prometer que “lucharían hasta el final”. Pues
bien, sobre los cimientos de un replanteamiento físico, la probatura de la
mezcla de piezas en la medular, algún que otro rapapolvo dialéctico de puertas
para dentro susurrado en público y la digestión de las repetitivas lesiones de
alfiles nucleares, el Madrid del elegante mediapunta metido a preparador interino
fue ganando confianza en casa y seriedad a domicilio. Granjeándose callo en
visitas que dejaron sangre y costra. Todo ello hasta alumbrar el término medio
aristotélico, teatralizado en el ascenso de Casemiro a ancla indispensable. La
asignación de secundario irrebatible al carioca de oscura y eficiente labor
victimizó a la calidad técnica de artistas como Isco y James. En una directriz
rebosante de valentía.
Entre
los ecos de los vociferantes altavoces integristas de la concepción frugal y
ofensiva de este deporte, henchidos con la cabeza de Benítez, Zidane narró sus
primeros renglones de autoridad. Lucas Vázquez, Jesé, Danilo, Nacho, Kovacic y
Pepe se subieron al galope de la inercia, en un dibujo que propulsaba la
potencialidad de Modric y Kroos, situados, al fin, en sus espacios naturales.
Fuera de los correajes del mediocentro que no eran y habían sido forzados a
ser. El repunte goleador de Benzema (24 dianas), de la influencia jerárquica de
Bale, de la propulsión autogenerada de Marcelo, Carvajal, Ramos y Keylor Navas
y el escorzo decisivo de un Ronaldo que gritaba respeto a comienzos de año y
sonreía reconocimiento a finales del curso, coronaron un paisaje que cuajó la
mejor versión madridista en el cierre de temporada. Con doce triunfos concatenados
en los últimos eventos del calendario liguero (36 puntos sobre 36, récord de
otra era futbolística que retrotrae a los años 50), la certificación de la
séptima edición del campeonato consecutiva en que pone broche a la cosecha con
la centena de goles acumulados (hito que cuenta con la persecución del Barça,
que alcanzó su quinta acumulada) y la sexta ocasión en que el cuestionado
delantero luso, de estadística hipertrofiada, descerraja lanzamientos que besan
las mallas contrincantes más de 30 veces. Lo que se antojaba como un paréntesis
de transición en la inauguración del ejercicio, y que hubo de ser repensada en
el ecuador del mismo, ha apurado cada pulgada en disputa para cobrar estatus,
presionar a su eterna némesis y, quién sabe si estableciendo un nuevo estándar
en lo que a renacimientos deportivos se refiere. El totum revolutum desatado se
descubrió desanudado, para sorpresa de propios y extraños, sin suponer un
retraso irresoluble para el acometido de los anhelos merengues. Aunque los
fantasmas no hayan cicatrizado. Del todo. La rosa que floreció entre el fangoso
empedrado alude, en estos días de entreguerras y arranque de la fiscalización
estacional, al posible brote de la contratación de un nuevo entrenador oficial,
de pleno derecho y potestad, para el transatlántico madridista. Llamado
Zinedine Zidane.
El
campeón, de resaca recién sembrada, llegó a la orilla por mor de la
continuidad, reafirmación y profundización de la fórmula y ecuación que les
lanzó hasta hacer cima con el triplete de 2015. Abrió fuego la travesía
barcelonesa tomando el rebufo del fútbol madrileño hasta adoptar el carácter
monopolizador reconstruido por Luis Enrique. Refrescó el equipo culé la
verticalidad e intensidad sin pelota, enseña diferencial del legado de Lucho en
el intervalo post-Guardiola, dispensando una solidaridad de empeños que
redundaba en la cohesión grupal, regando el pentagrama para que la calidad
ejerciera su rítmica exquisitez y patrocinara la deflagración que encontró a
esta edición del Fútbol Club Barcelona aposentado en la excelencia. De nuevo.
Arrasando y ofreciendo una amalgama delicada de registros imponente, que tocó
techo con el récord de goles anotados en un año natural, cifrado en 180 tantos
en 65 partidos (superando la marca del Madrid de Ancelotti, que alcanzó los
178), conquistó el Mundial de Clubes con suficiencia y rozó el nirvana
circundado los 40 partidos consecutivos sin morder el polvo que marcó el
Nottingham Forest en los 70. Fueron 39 los duelos amontonados, cuya frontera se
topó en el punto de inflexión que revolucionaría el interés competitivo de la
pugna por el alirón.
La
vuelta del Clásico (venganza del 0-4 que aceleró el paso de los blaugrana en la
primera vuelta) cortó la ráfaga antes de que degustara lo histórico y terminó
por significar toda una afrenta que activaría la introspección que deshilachó
el itinerario sobresaliente catalán. El Madrid, desterrado en las predicciones,
remontó para imponerse en territorio comanche por 1-2. Con uno menos tras la
expulsión de Ramos. La catarsis madridista recibió el diagnóstico posterior de
Gerard Piqué, profundo conocedor de los automatismos espirituales de su nido:
“Hay que seguir adelante. Que no nos caigamos, que no caigamos en un bajón,
porque estamos en una posición única y tenemos que seguir adelante”. No
obstante, el golpe consiguiente a saberse 13 puntos por delante de los
perseguidores, de manera virtual y después del gol inicial del
central-portavoz, y no llevar nada a la boca al final del día más que el amargo
sinsabor inherente a caer frente al enemigo, concebido en plano inferior,
precipitó una debacle anatómica, de confianza, lucidez con balón y ardor en el
repliegue, que esfumó el colchón en cuatro jornadas.
Tan
sólo las dolorosas tablas en el trompicado derbi ante el Espanyol -que supuso
una tormenta hiperbólica que empapó al camarín perico- se había cruzado en el
devenir convencido del líder, pero la derrota ante un Madrid en rehabilitación,
precedida por el 2-2 con perfume a derrota experimentado en El Madrigal, dio
paso al apagón generalizado que contempló los fracasos en Anoeta (0-1), en la
recepción del irregular Valencia (1-2) y en el cruce continental frente al
Atlético. La inquietud quedó instalada, en una brecha de rendimiento cada vez
más angustiosa, y el gigante azulgrana requería una reacción que relativizara
la depresión post traumática (identificada en la negación de destacarse como un
bloque único en el escenario mundial, repitiendo gloria en la Champions
League). El técnico asturiano buscó una suerte de entente cordiale con sus
pupilos, para alcanzar el rebate de la zanja resultadista acontecida, y el
Barcelona empezó a jugar por reclamar el respeto a su ascendencia, contra la
tenue imagen mostrada. Y la exuberancia previa recobró vigencia y escena, con
Suárez en papel ejecutor y Messi, parado dos meses y afianzado en las
atribuciones creativas del mediapunta, volvería a gobernar los partidos de la
recta final con deliciosa visión y ejecución. Entre ambos se repartieron los
elogios (imaginaron un penalti indirecto que rindió homenaje al eterno Johan
Cruyff) y los réditos estadísticos (con 15 pases de gol por barba, máximos
asistentes). Se sobrepuso el flamante campeón a sus demonios, con un final de
trayecto rutilante que desencadena la sexta rua victoriosa por las calles de la
Ciudad Condal en los últimos ocho años. Mereció el entorchado la consistencia
más estable del ganador, que sólo desnudó sus costuras en un trance escueto, a
pesar de verse limitado por el deficiente fondo de armario. Grita con justicia
el barcelonismo en este ilustre oasis de celebración antes de la traca colosal
de finales que se avecina.
"Estamos
en una dinámica ganadora", reconoció el preparador barcelonista minutos
después del término del curso, hecho por el que pidió "disfrutarla y valorarla,
ya que cuesta mucho ganar títulos". "Aunque haya mucha gente que está
mal acostumbrada", sentenció como despedida a un intenso y prolongado
sendero que confluyó en la agonía del combate a tres. El año uno después de la
retirada competitiva de Xavi Hernández se salda sin variación en el trono
nacional. Iniesta, la otra pata de la leyenda y pieza esencial en el desengrase
coral, redondeó sus vitrinas con su trigésimo título.