Francesco
Totti colgó las botas tras toda una exitosa carrera en el club que fue a nivel
deportivo el amor de su vida
Antonio Blanca
El
28 de mayo de 2017 quedará inscrito en los evangelios del fútbol italiano,
europeo e internacional. Sobre todo en los de la Roma. Tras empezar su último
día en la oficina del Olímpico de Roma en el banquillo, Francesco Totti
incendió el nivel emotivo cuando salió a calentar. Se descorcharía, en el
minuto 54 del partido que su equipo disputaba ante el Génova y en el que se
jugaba su futuro en la Liga de Campeones, un acto masivo y catártico que
comprendió en similar proporción nostalgia, lágrimas y sonrisas afectivas. Así
como satisfacción por haber sido coetáneo del suplente ilustre y coyuntural. El
respetuoso honor debido al emblema (en la máxima intensidad imaginable del
concepto) que se retiraba de la trinchera coparía cada pulgada del coliseo
romano. En consecuencia, el resultado final (3-2 agónico) pasaría a un segundo
plano. El descarnado y grave adiós al ídolo absoluto, desde la entraña, se
desplegó con todas sus consecuencias.
Totti
ha sido y es la Roma. Más de tres cuartos de hora estaría caminando en torno a
la pista olímpica el ‘10’ inolvidable e irrepetible cuando hubo finalizado el
último de los 786 partidos en los que defendió la elástica giallorossa, durante los últimos 25 años. La ovación restalló
atronadora y sedosa, como sus palabras en el discurso postrero. Como la actitud
de los otros dos chicos de la ciudad que pugnan en el primer equipo y que no
pudieron mirar a los ojos a la leyenda en su último baile. El alma desbordada
de Danielle de Rossi y Alessandro Florenzi, dos internacionales de peso, no les
permitió cruzar la mirada con el jefe de su manada cuando éste ingresó en el
verde, en plena competición. Esa estampa permanecerá en la retina del tifosso
de cualquier latitud transalpina como un reflejo de las ruinas de una época
pasada. El imperial respeto y lealtad casi fraternal no son sencillos de
observar en estos tiempos.
"Tengo miedo, esta vez soy yo quien necesita
vuestro apoyo. El apoyo que siempre me habéis dado. Me quedaría otros 25 años.
Ser el capitán de este equipo ha sido un honor, mi corazón estará siempre con
vosotros", proclamó, micrófono en mano, antes de mandar al fondo sur (su
íntimo y radical compinche con el que gastó más de una broma pesada a la Lazio)
un balón en el que había escrito "Te echaré de menos". La ofrenda
mutua, revestida de una energía que subía del césped a la tribuna y bajaba de
nuevo, concluiría con il capitano
(otra vez atendiendo al grado sumo de la acepción del término) desanudando el
brazalete y entregándoselo a un juvenil. La cesión del timón había sido
oficializada en su ámbito, el pasto. Y roto, con borbotones emocionales que se
expresaban en el fluir perpetuo e incómodo del llanto, regaló los últimos
saludos antes de entrar en la negritud del túnel de vestuarios. Ante un teatro
que deglutía, con dolor, lo sangrante del inexorable paso del tiempo.
Pero
il Pupone (niño), como es apodado, ya
se había despedido el 31 de agosto de 2016. El The players tribune (la plataforma que pone papel y lápiz a los
deportistas de élite para que compartan sus reflexiones) publicó aquel
miércoles una carta en la que el último trecuartista exquisito esbozó su saludo
oficioso a la institución y la hinchada que le acompañó a lo largo de un cuarto
de siglo. En ese texto expuso cómo, cuando contaba con nueve años y su natural
talento ya resplandecía, su madre negó a los directivos del AC Milan el fichaje
del niño que se comprometería, desde entonces, con una camiseta. Sólo Paolo
Maldini puede mirar a los ojos a Totti en el desarrollo del sentido de
pertenencia, de patria chica irresoluble, a un equipo de fútbol en el cambio de
siglo. "Mi abuelo Gianluca -proseguía- le transmitió el sentimiento romanista a
mi padre y él, a su vez, hizo lo mismo con mi hermano y conmigo. La Roma ha
sido siempre más que un club de fútbol, es parte de nuestra familia, de nuestra
sangre y de nuestras almas".
El
máximo goleador de la historia de la entidad capitalina (307 dianas) contaba en
la misiva pública que como el fútbol no era retransmitido con asiduidad por la
televisión en los 80, su padre decidió llevarle a la cancha cuando tenía 7
años. Para que viera aquello de lo que le hablaba con ritualismo religioso.
"Todavía puedo cerrar los ojos y
acordarme de lo que sentí. De los colores, las canciones y el humo de los
petardos que explotaban. Sólo era un niño, pero rodeado de los aficionados de
la Roma se me encendió algo que no sé cómo describirlo", narraba. Y de
inmediato expuso la raíz de su conexión con cada hincha giallorosso, en tanto que terruño compartido, y con una amplia
mayoría del Bel Paese, en tanto que espacios compartidos que devienen en
cultura. "No creo que ningún vecino
del barrio de San Giovanni me haya visto alguna vez sin un balón. Jugábamos en
todas partes: sobre adoquines, al lado de una iglesia o en callejuelas",
presume. En efecto, esa es una de las pocas ligazones que vertebran norte y sur
en Italia. Y por eso Totti es tan respetado y celebrado. Por eso habrá
emocionado a acólitos de otras tribus. "Totti ha unido a una ciudad y un país que se divide por cualquier cosa",
aseguró De Rossi horas antes del epílogo.
Por
eso se comparte y justifica la alegría socarrona cuando este portador de un
gladiador arquetípico tatuado en el hombro derecho hace una mención al sexo
oral en dialecto y en plena retransmisión de la celebración por la conquista
del Mundial de 2006. Es esa empatía propia de la socialización primaria la que
justifica la radicalización de la rivalidad en una nación que necesita poco
para que prenda un incendio.
Francesco,
que maneja una dialéctica y tono que denota sencillez y cercanía, no ha
amainado nunca el folclore barrial en sus expresiones genuinas (aceptando, con
humor, la burla coloquial hacia su inteligencia que terminó por tornarse en
lugar común), más allá de los foros en los que se reconoce como referente de
una población. De un país presa de sus pasiones, en el que el balompié se
sienta en un trono sagrado. Por todo ello excede la exclusividad romanista y la
pasión que transmite, límpida e instintiva, germina dondequiera. Y su profunda
e implicada labor solidaria en pos de la comunidad infantil cohesiona todo lo
anterior.
En
lo relativo al coqueteo con la pelota, Totti es un futbolista testimonio de la
evolución de ese deporte. Entró en los juveniles de su único club con 12 años y
debutó en el primer equipo con 16, en 1993. Su idolatría hacia Giuseppe
Giannini, mediapunta escultor en medio de una fábrica de tornillos en los 80
italianos, no es casual: con él comparte esquemas y paradigmas con los que
convive, choca y sobresale. Porque el cimiento virtuoso de la Roma nació
durante los últimos coletazos del modelo anatómico del balompié. Aprendió a
sortear la dictadura de los preparadores físicos que cribaban a los jugadores
por su altura y morfología biométrica antes que por sus condiciones técnicas.
La revolución tacticista que se gestó en los 70 y colocó a la Serie A en la
cima mundial (con las huestes poderosas que lucieron el Milan de los
holandeses, el Inter de los alemanes, el Nápoles de Maradona y la Juventus de
Platini) se estiraría hasta la apnea romántica del cambio de siglo. Y el ‘10’
recién retirado debió adecuarse a tales presupuestos, con la técnica depurada y
la creatividad como flotadores. Su irreverencia en la finta, la clase que
emanaba cada improvisación, lo portentoso de su lectura del juego y lo afilado
de su toque (en concreto de su primer toque, ora para distribuir, ora para
golear) taparon la boca a los que le exigían la preponderancia del sudor. De
hecho, con el ortodoxo de la vieja escuela Capello ganó su único Scudetto
(2001). Ya en el rol de gobernador.
En
vivo, la genialidad atraviesa la ideología y la diluye. Así, cuando su nivel
tomó altura al galope de la permisividad de los entrenadores y la asunción de
la predisposición ofensiva como una herramienta valiosa y no como una argucia
escapista, su esencia le llevó a salir ovacionado del Bernabéu perdiendo (en
2004) y ganando (en 2008). En plenitud, Totti pastoreaba el tempo de cualquier
envite y ante cualquier oponente. Incluso caminando. Como lo haría Pirlo (otro
superviviente de la era de reclusión de la inventiva, como Roberto Baggio,
Roberto Mancini o Alessandro Del Piero) cuando fue retrasado de la mediapunta
al mediocentro organizador. Y casi siempre compitió en inferioridad de
condiciones, pues el presupuesto de la Roma jamás se ha correspondido con su
hiperbólica autoestima (sólo dispone de tres títulos ligueros y se concibe como
un grande), pero ello no le desvió de su camino. Nunca se movería de allí.
Florentino Pérez bien lo supo en 2004, cuando trató de cautivarle con la
siembra del terreno pomposo sobre el que acumular Balones de Oro. Su fe,
anacrónica para cualquier directivo, sólo le permitió la tibia duda. La
decisión de permanencia granítica siempre estuvo presente, fruto y nutriente de
esa relación de consanguineidad para con la ciudad deportiva de Trigoria y su
paisanaje. Con ello, sus vitrinas únicamente lucirían la mencionada Liga, dos
entorchados de la Coppa, dos Supercopas domésticas y la Bota de Oro que le
arrebató al Van Nistelrooy madridista (en 2007, con 25 goles). Pero, ¿cuánto
espacio ocupa en una estantería el amor eterno y recíproco?
"Francesco maravilloso, te deseo un feliz
cumpleaños. Y disculpa porque en el 2000 te quité el Balón de Oro. Tú lo
merecías, un abrazo". Con este tuit le felicitó el 40 cumpleaños Luis
Figo hace meses. Ese chascarrillo, con foto adjunta en compañía de Marco
Delvecchio (delantero con el que ganó el Scudetto junto a Batistuta, Cafú,
Emerson y demás, y con el que llegó a la final de la Eurocopa del 2000), define
la consideración que los profesionales reservan a Totti. Y, aunque sea un
absurdo resaltar la unicidad de alguien en tanto en cuanto se antoja obvia,
merece la pena regresar a aquel Europeo de Bélgica y Países Bajos, de triunfal
salida para la Francia de Zidane. Allí, con toda la presión de los tulipanes
(anfitriones) sobre los hombros y aquejado, se supone, por la tensión propia de
una tanda de penaltis decisiva, dibujó un lanzamiento a lo Panenka que
inmortalizó a Van der Saar como víctima y arrancó, con sedosa factura, un
estatus distinguido que le perseguiría siempre.
Y
es que este fuoriclasse agigantaba su
calidad y trascendencia en los desafíos más elevados. Juventus, Milan, Inter,
Nápoles y Lazio han sido acribillados con delicioso carácter impío por este
amante de la estética. Voleas de zurda y diestra, sin dejarla caer, que se
colaban por la escuadra del palo corto o largo; vaselinas insultantes, por
lentas e irrebatibles, que cincelan sonrisas en los rivales seducidos. Un
control orientado bastaba para detectar lo distinto de su magnetismo.
Todo
ese legado está registrado en hemerotecas y videotecas, con la estadística
esputando que se va como goleador más mayor en la Liga de Campeones y segundo
máximo anotador de la historia de la liga italiana. Y también está contenido en
los anuarios que su retirada estaba pensada para 2016, pero su fulgurante tramo
final de curso (con dos goles en cuatro minutos, el 86 y el 89, para la
remontada épica ante el Torino o la aportación al viraje urgido del marcador
ante el Génova) y su papel de tutelaje en el vestuario terminó por regalar otro
año a una mente que arrastra un cuerpo muy mermado por una lumbalgia
recurrente, una dolencia en el ligamento cruzado anterior o una fractura de
peroné que desplazó los ligamentos del tobillo (y que a punto estuvo de
privarle de la justicia poética que constituyó la consecución del Mundial
2006). "Hace un año muchos decían
que era un futbolista acabado y que había sido convocado por la selección sólo
por mi pasado. Pero las críticas me han traído fortuna ya que he ganado la Copa
del Mundo, he sido máximo goleador liguero italiano, conquistado al Copa de
Italia, y ahora la Bota de Oro", declaró en 2007. Una década después,
su fragancia se ha secado.
Ese
caminar erguido, elegante y siempre dispuesto a desbaratar cualquier línea
defensiva, con el punzón escondido bajo el frac, como los perfiles de
futbolista de su clase y como su lealtad, se extingue. A ver quién sacrifica,
en el presente, el éxito y la acumulación por el triunfo. A ver quién presume
de ganar partidos caminando con una legitimidad que difumina tal chulería. Totti,
ya es leyenda del fútbol.