Carlos de Blas
El Camp Nou reclamó los focos del planeta este domingo. El
Barcelona, ya campeón de La Liga, y el Real Madrid, finalista de la Liga de
Campeones, reprodujeron en el último partido del día otro capítulo de la
rivalidad inherente al Clásico. Quizá la más genuina, pues no había nada en
juego más allá del orgullo y del ajuste de cuentas acumulado. No obstante, los
catalanes fueron vapuleados en la Supercopa de España y los capitalinos
sufrieron un 0-3 en el Bernabéu, en el duelo de la primera vuelta. Así, el
balompié mundial volvió a sentarse para degustar este evento de dimensión
hiperbólica.
Lo que se vería fue un reto mutuo. Tanto Ernesto Valverde
como Zinedine Zidane no ahorraron en los nombres de los comparecientes ni
repartieron descansos. Además, dibujaron sendos 4-4-2 con la intención de herir
a las flaquezas ajenas. Los culés salieron con Iniesta y Jordi Alba para atacar
a Nacho y con Coutinho y Sergi Roberto para golpear a Marcelo. Los merengues
quisieron ganar verticalidad y tender a la espalda de los laterales locales
situando a Bale y Ronaldo como punzones exteriores. Y, por si fuera poco, los
dos escuadrones presionaron a cancha completa y adelantaron sus líneas.
Arriesgando sobremanera.
El delicioso planteamiento, predispuesto para el espectáculo
atacante, constituyó un escenario de dominio alterno en el que la posesión no
resultó un monólogo de nadie y los dos sistemas asumieron como válido el
contraataque cuando rebasaban el primer filtro del cierre rival. De esta
manera, el talento no tardó en amortizar el ajedrez, y los espacios consabidos,
y antes de que se cumpliera el primer cuarto de hora el electrónico lucía 1-1.
Avisó Luis Suárez con un remate urgido tapado por Navas
-minuto 4-, tras pase entre líneas de Messi, y respondió Ronaldo con un
centro-chut que estrenó los guantes de Stegen -minuto 5-. El luso abriría su
relación de disparos de inmediato, al culminar una fluida combinación entre
Benzema y Marcelo. El portero germano atajaría de nuevo el esférico. En la
salida consiguiente, Sergi Roberto rompió en conducción y conectó con el
delantero charrúa, que fracturó el balance defensivo madridista por el
carril que debían cubrir Kroos y el lateral zurdo. Roberto llegaría hasta la
línea de fondo para emitir un centro que Suárez envió a las redes desde el
segundo poste y con un golpeo cruzado de tibia.
Golpeó primero un Barça carente de menos revoluciones en el
ritmo, pero cinco minutos más tarde se impondría el diapasón visitante.
Busquets cometió un error en campo propio que Kroos tradujo en una transición
venenosa. No replegó con la celeridad exigida el puntero y Ronaldo abrió con un
taconazo para el centro del alemán. La parábola cayó en el segundo palo. Allí,
Benzema cabeceó la redonda para devolverla al centro del área, lugar desde el
que Ronaldo firmó las tablas. El luso quedó tendido en el verde,
pues se había torcido el tobillo tras una entrada de Piqué. A 20 días de la final de Champions parecería
lógico pedir el cambio. Asensio salió a calentar y se sentaría, pues el Balón
de Oro no quiso irse de la escena. Sólo el tiempo definiría el ejercicio de gallardía
como prudente o temerario.
Bale y Coutinho yacían fuera de una dinámica que frenó el
tempo pasada la traca descrita. Cuando se atravesó el minuto 20, Jordi Alba no
embocaba entre palos el pase de Messi, que detectó la enésima incorporación
astuta del carrilero. Era el conjunto catalán el que aparentaba portar las
riendas, con circulaciones controladoras que sólo el manchego o el 10 eran
capaces de dotar de profundidad -retraro de todo el curso-. Sin embargo, desde
el 25 de envite la personalidad madridista gritó protagonismo. Kroos, Ramos,
Marcelo y Benzema cultivaron una red de ayudas que construyó una asociación
continuada que negó al Barça la recuperación rápida, obliglándole a ceder
metros y la iniciativa.
Los de Zidane amontonarían peso en el minutaje y llegadas
con peligro, fruto de esa maniobra autoritaria. La primera aconteció en el 23,
con centro de Nacho y cabezazo desviado de Ronaldo. El portugués acumularía
otros tres intentos: un remate que salvó Stegen, un lanzamiento que
lamió la madera y un testarazo que no encontró arco. En
el entretanto, se congeló el ardor del achique azulgrana -pisotones de Rakitic
y Coutinho al tobillo de Casemiro y al talón de Marcelo, en el prólogo- y
Benzema y Kroos también ejecutaron tratativas desatinadas. En definitiva, el
Txingurri decretó el modelo de repliegue y contragolpe para ganar el descanso.
Pero antes del camino a los vestuarios, y después de que
Navas tapara la única aproximación de Messi -culminada con chut a las nubes de
Rakitic, en el 41-, la temperatura entró en un estándar explosivo. Se afeó la
visión y la tensión rebosó. Bale se ganó la roja con un planchazo al gemelo de
Umtiti -no vio tal cartulina- y Sergi Roberto fue expulsado por un manotazo a
Marcelo. Este nubarrón oscureció el valiente despliegue de los dos faros del
balompié nacional. Y complicó aún más la pretensión de dominio de un Barça
cortocircuitado por la atención en fase defensiva y la lucidez con el cuero de
los de Chamartín.
Zidane decidió enclaustrar la ambición de Ronaldo,
sustituido por Asensio antes de la reanudación, y Valverde señaló a un Coutinho
intrascendente como el artista sacrificado para que entrara Semedo y remendara
el agujero sobrevenido en su banda diestra. Bale pasó a la delantera, con el
balear ocupando el papel del cuarto centrocampista pensado por el técnico galo
y Marcelo alzó el telón con un robo a Iniesta y zurdazo por encima del larguero
-minuto 47-. El zurdo recién entrado se toparía con Stegen en otra salida
fulgurante merengue -minuto 51-, en el susurro de que la superioridad numérica
iba a ser un factor notable. Pero aparció Messi para negar tal percepción:
recogió la pelota proporcionada por Suárez -tras cometer una falta flagrante
sobre Varane que Hernández Hernández decidió omitir- y ajustó su remate para el 2-1.
Valverde movió ficha, renegando del cuero y eligiendo el
físico en tal circunstancia, y sentó a Iniesta -ovacionado en su última carrera
en un Clásico- para incluir a Paulinho. La ola anímica brotada con la diana del
argentino propulsó a un Barcelona corajudo y descarado, que mordió los
desajustes tácticos del esquema madridista y racheó la subida de líneas.
Entonces, se convencieron de firmar la gesta. Y se desdibujaron Kroos y la
templanza y compromiso de los visitantes.
Zidane esperó hasta el minuto 68 para aumentar el armamento.
Sacó a Nacho y metió a Lucas Vázquez. Había pasado la euforia barcelonesa y el
cansancio comenzó a hacer mella en el equipo en ventaja. Se anunciaba un
desenlace de esfuerzo agónico para el campeón de Copa, cada vez más recluido y
con menos intrerés en combinar en estático. Se aferraba al talento de su
estrella para cazar una contra que sentenciara, y esa opción se presentó en el
minuto 71: Messi quedó en mano a mano con Ramos, en trayectoria vertiginosa, y
su zurdazo fue desviado por un Navas extraordinario. Y dos minutos más tarde
Asensio filtró un pase espinoso para que Bale empatara, de latigazo ajustado y
en desmarque centrado -minuto 73-.
El cuarto de hora postrero no comenzó con aspecto de asalto
madrileño a la meta de Stegen. El primer lance fue un penalti clamoroso de
Jordi Alba a Marcelo, que de nuevo el árbitro no quiso ver, subrayando que el
peor sobre el césped era el árbitro, que perjudicaba a los de blanco. La colocación de Asensio, Bale y
Benzema en la mediapunta, con Marcelo y Lucas Vázquez abriendo el campo,
complicaría la defensa del invicto culé. Sólo Messi perturbó la
inercia con dos relámpagos -uno fuera y otro exigiendo a Keylor-. Kovacic
relevó a Kroos, Alcácer a Suárez y los intentos infructuosos de Modric y
Marcelo darían carpetazo a un combate que gozó de muchos de los ingredientes
que le son característicos.